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EN TRÁNSITO

Eduardo Jordá

Armas de distracción masiva

EN primavera empiezan las ferias del libro. El otro día estuve firmando ejemplares en una caseta, con esa incómoda sensación de ocupar uno de los escaparates del Barrio Rojo de Amsterdam que nos asalta a los que nos ponemos a vender nuestros libros delante de todo el mundo, esperando a un desconocido que por alguna extraña razón decida fijarse en nosotros. De todos modos, la experiencia valió la pena. Desde hace tiempo suelo ir a firmar con mi hijo, que se lo pasa en grande, y así no me aburro tanto. En un momento dado, harto de ver que no se paraba nadie, mi hijo se puso a señalar el cartel donde se anunciaba mi libro y empezó a gritar: "¡Lee, venga, lee!". Luego, cuando vio que aquello tampoco funcionaba, se metió debajo del mostrador y se puso a leer un libro de Gerónimo Stilton.

Buen grito, ése de "¡Lee, venga, lee!". Sólo que mi hijo no se da cuenta de que la lectura no consiente el modo imperativo. El lector se deja persuadir o seducir, pero en ningún caso se deja mandar. Por mucho que mi hijo grite, si el lector no encuentra una buena razón para leer, se dedicará a hacer otra cosa. Y hará bien. El buen lector no es masoquista. Lee para disfrutar de la vida, no para amargársela, porque el buen lector ha descubierto que el ejercicio intelectual es uno de los mejores placeres que nos ofrece este mundo.

Leer es un ejercicio que exige concentración, soledad, silencio y un uso activo de nuestras facultades mentales (imaginando, recordando, asociando ideas o discrepando en silencio). Por desgracia, la sociedad actual se confabula en contra del lector con un arsenal de artefactos que caben en una sola terminal minúscula, y en la que se le ofrecen videojuegos, películas, conexiones televisivas y telefónicas, canales de música infecta, chats y Dios sabe cuántas cosas más. Esos artefactos son lo que podríamos llamar "las armas de distracción masiva", que en cierta forma son igual de nocivas que las otras, las "armas de destrucción masiva", sólo que actúan destruyendo la actividad cerebral en vez de la vida. Y aunque no causen muertos ni heridos, causan heridas irreparables que a la larga pueden ser letales para una democracia.

Yo estaba reflexionando sobre estas cosas, allá en la caseta, cuando apareció un señor que me preguntó si sabía dónde estaba la caseta número 48. Le dije que no. El hombre me miró muy serio. "Es que allí está firmando Pancracio", me dijo como si me confesase un secreto. Luego se fue a toda prisa. ¿Quién sería ese escritor al que llamaba así, Pancracio, con esa curiosa familiaridad? No lo sé. Pero escribimos libros para iluminar las incógnitas que cada día nos plantea la vida. O sea que mi hijo tiene razón. Sí, lee, venga, lee. Y así sabrás quién es Pancracio.

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