Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Relatos de verano

Enrique García-Máiquez

Aristócratas anónimos (1)

YOLANDA estaba machacándose a conciencia en el gimnasio cuando sonó el móvil. A esas horas de la mañana, sería urgente.

-Subinspectora Romero, ¿diga? -contestó mirándose al espejo, viéndose muy profesional (y muy pelirroja y muy joven y muy bien).

-Yolanda -casi gritó el comisario Urrutia-, tenemos un problema. Cuento contigo, ¿en cuánto?

-Diez minutos -calculó, renunciando a la ducha. Había olido en la voz de Urrutia el peligro. Urrutia siempre tonteaba con ella y esta vez ni un "guapa", ni un "niña", nada. Debía de ser muy grave. Se alegró por partida doble. Le empalagaba Urrutia y le entusiasmaba el aroma de la aventura que en contadas ocasiones sí tenía su trabajo.

Esta vez no puso los Cuarenta Principales en el coche, sino las noticias. Y aceleró. Se secaba el sudor con la toalla y se miraba en el espejo retrovisor, insegura y satisfecha, alternativamente. En las noticias, certificó que nadie en la comisaría repararía en su chándal, su coleta y su acaloramiento.

-Están desalojando la primera línea de playa del paseo marítimo. No parece una amenaza yihadista. Han avisado con tiempo suficiente para que no se produzcan víctimas.

Los servicios de inteligencia no dejaban de cursar alarmas por amenazas terroristas, pero ninguna tenía un objetivo tan poco estratégico. Se referían a grandes aglomeraciones o a centros neurálgicos de transporte o de comunicaciones o a edificios simbólicos. Nunca en la playa, en una oscura (aunque luminosa) barriada…

De pronto, se rió y recordó los novios a los que había tenido que dejar porque todo el rato protestaban de que ella sólo pensara en su trabajo. ¡Había olvidado que su apartamento estaba en uno de aquellos bloques de pisos! Se había puesto a sopesar posibles sospechosos, la seriedad de la amenaza, el acordonamiento de la ciudad y de la provincia; y había olvidado su casa. Y, lo que era peor, a Pukka, su gata.

Dio un volantazo y puso la sirena. Mataría dos pájaros de un tiro: sacaría una impresión sobre el terreno y a la gata del piso. Por si acaso, no llamó a Urrutia. Ya le mentiría más tarde, contándole que había tenido que pasarse a por su placa y su pistola, aunque Urrutia, que se la comía con la vista en cada recodo del pasillo, sabía de sobra que ella no iba nunca sin su pistola.

Había prometido diez minutos y tardaría media hora. Llamó a Martínez de Azagra. Era un hombre extraño. En la comisaría bromeaban con que era eterno o con que se le olvidó pedir la jubilación y se había fosilizado. A ella le tenía un cariño especial. Parecía saber cuándo, tras alguna ruptura, necesitaba una sonrisa y un café tranquilo.

-Paco…

-Hola, Yolanda, te esperamos. Esto está patas arriba. Se requiere tu dominio de la situación…

-He llamado a Urrutia -tosió-, pero comunicaba.

-Ya.

-Voy a tardar un cuarto de hora más, más o menos. Quiero recoger mi placa y mi pistola del apartamento. Estaba en el gimnasio.

-Ya, ya. Recuerdos a la gata. Cuídate.

A medida que se acercaba, eran más los coches con sirenas y los controles. Por fortuna, tampoco iba nunca sin su placa. Fue cruzando barreras sin grandes problemas y sin saludar apenas a los conocidos que querrían pegar la hebra con la esperanza de que ella supiese qué ocurría.

Tuvo que dejar el coche dos manzanas más allá de su casa. Con ojo profesional, analizó el trabajo de sus compañeros, y lo aprobó. Como era una policía célebre de la comisaría central -ventajas de ser pelirroja y de sus madrugones de gimnasio- no tenía que pararse en los controles. De lejos, le abrían paso, admirados, además, de que llegasen tan pronto los especialistas.

En su portal reinaba un silencio tenso, raro, subrayado por las lejanas alarmas de los coches y los silbatos dos manzanas más allá. El ascensor no funcionaba. Habían cortado la electricidad, siguiendo el protocolo. Se alegró, porque subir corriendo los siete pisos hasta su apartamento completaría el ejercicio interrumpido.

Estaba en forma, desde luego. Llegó saludablemente sudada. Allí esperaba, inquieta, su gata. La cogió. Y el portátil. Y la foto de sus padres antes de separarse, con ella muy pequeña, en la playa de Zahara. Menos mal que ahora tocaba bajar las escaleras. Iba un poco cargada.

Ya salía, después de haberse vuelto a recoger también las pulseras y los pendientes buenos, cuando oyó voces en la escalera. Le extrañó. Se pasó al brazo izquierdo la gata, y el ordenador, y las pulseras, para coger la pistola. Un collar cayó al suelo. Pukka maulló. Las voces callaron, escuchando. Un hombre dijo:

-Un gato se ha quedado olvidado en este piso. Y va a saltar por los aires. Éste no cae de pie.

-Déjalo, si fuese un perrito…, pero será un gato capado y gordo -contestó, cáustica, una voz de chica.

Yolanda se indignó en su animalismo militante. Pero no le dio tiempo a más. Una patada hizo saltar la puerta.

-Vaya, son dos gatitos -dijo la voz masculina-. Menos mal que entré a por el pequeño. Señorita, esto va a explotar, y no me refiero -dijo, mirándola de arriba abajo con unos ojos verde cacería a juego con el pasamontañas- a sus mallas.

La observación la desconcertó, y tampoco la gata y el portátil la ayudaron a levantar rápido la pistola. La chica fue más rápida. La golpeó con un bastón; primero en la mano, haciendo caer el arma. Después, en la cabeza.

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