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Su propio afán

enrique / garcía-máiquez

Almendros

ESPERO por el bien común, que sean todos ustedes conductores mucho más concentrados que yo. Pero me extrañaría que no les distraiga ni un poco el borbotón tupido de los almendros. Florecieron y pespuntan los bordes de nuestras carreteras con su belleza sin paliativos. Los hay blanquísimos, de una densidad de nube, y los hay rosados, no rosas, rosados como si en su blanco nuclear hubiesen caído dos gotas de rojo fuerte, y alguien las hubiese mezclado bien con una ramita negra. A la sorpresa de su pura belleza se une -y es algo que no pasa con frecuencia- la de su frecuencia. ¡Cuántos almendros hay! Eran invisibles y, de pronto, en mitad del invierno, han aparecido inesperadamente en todo su esplendor por todas partes.

No sé si recuerdan mi artículo de ayer, "Bondades del artículo malo". Algunos lectores lo entendieron como una excusa por uno o varios artículos precedentes. Y si lo entendieron así, será que lo merezco, desde luego, y no lo dudo. Yo lo escribí, sin embargo, preventivamente, pensando en este artículo de hoy. Una imagen como la de los almendros repentinos, ¿es suficiente para justificar esta columna, aunque luego siga una idea arbitraria? Para el lector hedonista y selectivo, apostaría a que sí. Sobre todo, si, conductor concienciado, no se había fijado en tanta blancura derramada; y más aún si ya la ha contemplado, y la compartimos aquí.

Son símbolo los almendros de cualquier belleza que surge como una epifanía; y nos hace fijarnos en lo que hasta entonces había pasado desapercibido, como sus troncos oscuros y anodinos cuando estaban sin flor. Nadie discutiría a los almendros su aptitud para simbolizar a esas chicas con las que nos cruzamos todos los días, y que un día nos hacen volvernos, deslumbrados y felices. Aunque yo, este año, veo en ellos un signo del cristianismo de oriente, tan invisible hasta ahora, y tan hermoso y vivo. Estábamos muy distraídos en las cositas del cristianismo occidental, tan cómodo y quejoso, y no veíamos a nuestros hermanos de allí. Los almendros de blanco rojo conmemoran a los mártires, a los 21 coptos de Libia, a tantos otros de Siria e Irak. Y los blanquísimos, la fe luminosa de todos ellos, el perdón asombroso a sus enemigos, su fortaleza antigua y delicada, sus raíces hondísimas. ¿Es una asociación de ideas extraña, fruto de que no puedo quitármelos de la cabeza? Tal vez, claro; pero hoy la veo exacta y natural.

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