Análisis

Paco Carrillo

El negocio del Poder (y II)

La mayoría, escéptica por convicción, siguió desentendiéndose de la política

Avueltas con la conmemoración de las primeras elecciones generales después del franquismo -aleluya, aleluya- y sin otro ánimo que ponerle dimensión social a aquél tiempo, insisto en el tema para intentar desbrozar el grano que contabiliza la gente de a pie de la paja oficial que se vende en rebajas. Sin dogmatismos,

Es cierto que aquellos tiempos se vivieron de manera convulsa, que las huelgas irracionales y los crímenes de los terroristas estaban a la orden del día, pero también cabe interpretar que las huelgas, además de reivindicar los derechos de los trabajadores, fueron golpes de efecto de los sindicatos para demostrar su fuerza y hacerse un hueco entre el aluvión de los que empezaron a vivir del cuento. Los crímenes no eran nuevos, venían de atrás so pretexto de ideologías nacionalistas cuando en realidad también persiguieran disponer de una caja B, aunque con el añadido de la sangre, y desestabilizar cobrando. También es justo reconocer que fueron muchas la personas honradas que creyeron llegado su momento para limpiar todo el pasado, iniciar un tiempo nuevo basado en la reconciliación de todos los españoles. Por desgracia, junto a ellos, emergieron los musgos y los líquenes de siempre, dispuestos a enredar mientras cobraban. De toda aquellas riadas arrastramos aún muchos lodos.

No obstante sería injusto olvidar a la mayoría, escéptica por convicción, que siguió desentendiéndose de la política, que nunca dejó de creer que el trabajo y el respeto eran las claves para la convivencia y a la que le importaba un carajo Franco y Negrín porque ninguno servía ya para asegurarle el pan del día a día.

Aquello lo viví en Madrid, sin intermediarios, cuando Madrid todavía era el rompeolas de muchos españoles. En 1977 aún se mantenía la diáspora de los sesenta, donde lo importante no eran las ideas políticas, sino la supervivencia. Tampoco hay que olvidar que Madrid era, pese a todo, una ciudad bastante provinciana, que se iba articulando en barriadas-guetos que diluían las esencias, sobre todo las zarzueleras, que en realidad solo existieron en la literatura costumbrista, pero es innegable que esta asepsia dio paso al híbrido que se denominó Área Metropolitana que a medida que se consolidaba, sus habitantes, aparte de pagar puntualmente las letras de la casa, los electrodomésticos y ¡el coche!, más que con la política, soñaban con satisfacer sus necesidades y trabajar a destajo, inequívoca señal para alcanzar su progreso económico y social. A nadie le interesaba el sentir político del de al lado; raramente se hablaba de política, es más, también es un tópico afirmar que de ella -y de religión- solo se hablaba en los bares; no al menos en los que este testigo frecuentaba.

Si en mi artículo anterior me refería en general al marco oficial, en este he preferido prestarle atención al aspecto humano más íntimo, ese que se ignora siempre porque, a estas alturas, se trata de olvidar que son las personas en su variedad el único objetivo y no, como ocurre ahora, que solo se barajan colectivos e intereses partidistas.

Todo esto, aunque muy comprimido, fue la realidad sencilla de lo que ocurrió hace cuarenta años. Cuando, pasado el pasado, la memoria colectiva empezó a ser consciente del negocio del Poder.

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