Leo en estas páginas sobre el proyecto de huertos escolares que están llevando a cabo algunos colegios portuenses. Me alegro porque, aunque parece una iniciativa simple, con beneficios a los que nadie podría poner un pero, me consta que no siempre resulta sencillo innovar. Sé de primera mano de un centro de Primaria de la provincia cuyo arquitecto se vio obligado a reformar por completo su propuesta inicial, que incluía un huerto, por las quejas de padres y madres. Al parecer, no estaban dispuestos a afrontar las consecuencias de la tierra en las manos de sus vástagos y en las rodilleras de los pantalones.

Hasta ahí, pase. No lo comparto, pero asumo que no todo el mundo piensa como yo. Lo que no me cuadra es que luego vayamos quejándonos, los mismos, de que los niños no saben hacer nada más que mirar una pantalla. O lo uno, o lo otro. O los dejamos mancharse las manos, o nos acostumbramos a que no se muevan del sofá.

Esta esquizofrenia de valores y prioridades no se restringe a la educación infantil. También hay quien clama al cielo si a alguien se le ocurre proponer una reforma de la Constitución -porque las leyes están para cumplirlas-, y vuelve a clamar cuando una calle cambia de nombre en virtud, también aquí, de una ley. O quien pone de vuelta y media a los políticos corruptos en la barra del bar, pero no duda en pedir la factura sin el IVA -porque esto, claro, no es corrupción, es ayudar al pequeño emprendedor y, de paso, pero solo de rebote, ahorrarse unos euros. El listón, en demasiadas ocasiones, se mueve con holgura.

El ser humano, para suerte y desgracia nuestra, tiene el sino de la libertad. Y eso, a veces, cuando la elección no es sencilla, nos pesa como un castigo. Tomar partido no solo conlleva consecuencias -entre ellas, no contentar a todos- sino que además nos impone la dificultad añadida de ser coherentes con nuestras ideas. Y lo digo hoy, con todo un mes de fiestas y excesos por delante y el objetivo de resistir a la fiebre consumista. Veremos la coherencia que me queda a mediados de enero.