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Análisis

Paco Carrillo

El drama de los olvidados

Cada drama individual pierde su tragedia íntima al institucionalizar las caridades

En un lugar de Castilla-La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, un concejal del PP ha dicho que los que duermen en cajeros automáticos es porque quieren. Luego añade la cantidad de oportunidades que su pueblo (y su partido) brinda a todos esos olvidados a los que, de entrada, les niega hasta sus derechos a vivir con dignidad.

La verdadera tragedia de los olvidados no es que lo estén, sino que por el efecto de la globalización, cada drama individual pierde su tragedia íntima para ser diluida entre colectivos al institucionalizar las caridades, a pesar de que su resultado sea: 'de cada diez euros que se recaudan no llegan a dos lo que reciben los desgraciados'. Esta realidad provoca que se retraigan los que aportan un poco de dinero: han perdido la confianza en quienes lo administran, y quizá porque por fin se está poniendo de manifiesto que las caridades generalizadas no son el remedio cuando falla la justicia social; cuando el Estado, en el mejor de los casos, concede limosnas de 400 euros a los que no tienen donde caerse muertos y, acaso nada, a los que duermen en cajeros automáticos mientras un diputado indeseable cobra, entre pitos y flautas, 10.000 por tocarse lo que dijimos ayer o estar en la cola de los corruptos, de qué estamos hablando.

Que un político de mierda diga que los que duermen en los cajeros automáticos es porque quieren, lo mismo que otra ordinaria salga diciendo que "Hay pensionistas que están más tiempo cobrando la pensión que trabajando", es señal de que algo importante falla, y no me refiero a las neuronas, sino a la inmunidad que disfrutan todos los que viven para sus propios intereses.

Pero, ¡ojo!, lo políticamente correcto es no dramatizar al referirse a la pobreza que crece imparablemente; ni mentar la soledad de los que mueren de frío en las calles, esa soledad no itinerante presente en muchas casas. Da vergüenza asomarse a las televisiones morbosas-la compasión también aumenta la audiencia- que se recrean festejando la generosidad de los que con su esfuerzo tratan de paliar la desgracia sin que hagan reproche alguno, siquiera mínimo, a los culpables de todas esas situaciones que, a veces, por falta de sensibilidad, se solapan con las que padecen los ciudadanos de Mali, de Gambia o de Mozambique y dejar bien sentado que peor los de allá, mucho más dramática que la que aquí se vive. No es porque lo nuestro duela más, sino porque muy canalla hay que ser para ignorar los porqués de haber llegado a este grado de indigencia.

Los hay que se consolarán diciendo que algo mal habrán hecho en la vida para que se vean así; también los conmovidos que procuran remediar los dramas con su corazón por delante; y los desengañados que se sienten impotentes mientras los responsables de todo mantienen sus privilegios, sus dietas, sus viajes pagados, sus cantidades para "gastos de representación" y "gastos de libre disposición". Menos mal que ahí está el sarcasmo con doña Letizia, una alegría por no haber sobrepasado este año pasado los 100.000 euros en vestidos y complementos.

Y una última pregunta: ¿Pero en qué país de mierda vivimos?

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