Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Yo tengo muy buenos vecinos. Quiero decir que se trata de personas muy amables y educadas, personas con las que puedes contar en un momento determinado. De hecho, mis vecinos inmediatos disponen de las llaves de mi casa y, cuando coincidimos por la calle o por sus proximidades charlamos de cualquier cosa brevemente. Manolo y Mari, que así se llaman, son personas más que agradables. Por otra parte, se trata de una relación muy discreta, porque nos respetamos mutuamente y no nos metemos en los asuntos del otro.

También en el resto de la calle tenemos unos vecinos excelentes. No he oído ninguna cuestión de desavenencia vecinal, cosa no tan frecuente como debiera. En esa misma calle viven mis cuñados con un montón de hijos simpáticos y cariñosos. A nosotros nos encanta que vengan por casa, pero no se prodigan demasiado, porque se trata de personas discretas y respetuosas hasta el exceso.

Quiero decir con esto que yo personalmente no me puedo quejar. Sin embargo voy comprobando con cierta alarma que las relaciones de vecindad se están debilitando mucho, tanto en Chiclana, como en otros lugares.

Nunca pensaré que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", pero supongo que los avances sociales y otras circunstancias podían haber respetado un poco las costumbres tradicionales en cuanto ellas tienen de hermoso y agradable. El caso es que nuestro tiempo se halla marcado por la lacra de la incomunicación y eso se constata en todos los ámbitos de la vida. Las causas son numerosas y yo no me pienso meter a sociólogo, así que puedo mencionar algunas de las que se me vienen desordenadamente a la cabeza.

Por ejemplo, las modernas tecnologías tienen muchas ventajas, pero también inconvenientes muy de preocupar. Cada vez que me topo por la calle con un sujeto pegado a su teléfono móvil, a riesgo de sacudirse un leñazo contra un árbol o contra una farola, me preocupo; pero no tanto por su integridad física, como por su alienación personal. Se trata de un ser embebido en una falacia comunicativa, que sustituye a la conversación cara a cara y, por supuesto, a la tertulia amistosa o familiar. Incluso constato que hay familias que han sustituido las visitas y las reuniones por "grupos de watsapp". ¡Cielo Santo!

Sobre esto del teléfono, recuerdo los tiempos en que las vecinas de mi madre bajaban a hacer una llamada, o a recibir una "conferencia", ocasión propicia para comentar los motivos de su llamada, que podían ser felices, como la boda próxima de la prima Elvirita, o luctuosos, como las dolencias del tío abuelo Teodoro. Otras veces pasaban por casa porque sí, como cuando la abuelita María, que era del Sevilla, bajaba a contar muerta de risa que a su Bernardo le había roto el botijo del Betis y lo había sustituido por uno del Sevilla, porque ella era "sevillista perdía". Por supuesto todos los niños de la vecindad bajábamos a jugar juntos al parquecito inexorablemente: temporada de canicas, temporada de peonza, temporada de pincho. Y hasta surgían primeros amores.

Eran tiempos en que no existía la consola de juegos y no había ni siquiera televisor. Y, en cuanto lo hubo, pues nos juntábamos en la casa del que lo tuviera para ver el partido o el concurso o lo que fuera. Cuando vivíamos en Huelva, los mayores se juntaban en casa de uno de los vecinos con sus charlas, sus copitas y, eventualmente, algo interesante de la tele; mientras los chicos nos reuníamos en casa de otro… ¡A bailar con la música de la televisión! Y, por supuesto, a ligar o a intentarlo.

A mi lo de la consola me fastidia en particular y ahí me declaro intransigente, por no decir integrista, que suena fatal. Sé que hay papás que lo consiguen, pero me parece dificilísimo apartar a un peque del horrendo artefacto, para sustituirlo por el balón, el patinete o los cuentos. A los niños cada vez se les cuentan o leen menos cuentos, ya digo que con las oportunas salvedades. Eso lo he podido constatar en mis contactos semanales con un simpático grupo de chavalines de la ESO, majos hasta decir basta, pero carentes de referencias elementales que procedían de la literatura o de la canción tradicional.

La antigua vecindad incluía la tertulia a la puerta de casa, cuando se sacaba la sillita y se conversaba sobre asuntos triviales. Y no sólo en los pueblos, que en el viejo Madrid de Cuatro Caminos, en el que transcurrió buena parte de mi infancia, mi padre tenía su tertulia veraniega nocturna en la puerta de la farmacia próxima, la botica, que se decía antes.

En esas tertulias domésticas o callejeras se pasaba bien; incluso cuando en ellas se incluían unas gotitas de maledicencia, porque se podía criticar la ropa tan escandalosa que llevaba la niña de la Gertrudis, o lo agarrado que era el Marcelino, que se gastaba menos que un ruso en catecismos.

Pero, oiga: ¿usted no era un sujeto progresista? Pues sí, progresista, pero no idiota. Me gustan las cosas placenteras de la vida.

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