Llevo tiempo queriendo decir unas palabras de Rafael. Inevitable situarme en el principio de la aventura, cuando leía los primeros libros en la habitación silenciosa de mi casa, cuando escribía los primeros renglones del oficio de escribir que ha sido mi vida. Porque inmediatamente después conocí a Rafael. Y a Juan. Digo Duarte, Rafael Duarte. Y Juan Mena. Era la generación del relevo de aquellos escritores generosos -Germán Caos, José González Barba, Antonio González Muñoz…-, unidos en sus poesías distintas, de compuerta abierta la de Mena, de fulgor inesperado la de Duarte. Y Luis Berenguer. Como el "y Sevilla" del famoso poema de Manuel Machado. La Isla era otra cosa por entonces. Y no porque casi viviéramos el estertor de los Juegos Florales, qué cosa tan antigua, sino porque la gente gustaba de los endecasílabos y los romances de rima consonante. Entonces, ya decía, Duarte era un fulgor, escribía un verso que te mataba. Automáticamente, como dijo Camarón de Curro Romero. Podía hablar del "mar de caoba del piano" como ahora ha hablado con perplejidad de las "células madres de la ternura". O del transplante de órganos de la compasión. En un poema de su último libro -Libro del vacío-, que presentó ese médico humanista y amigo, suyo y mío, llamado José Chamorro.

Rafael Duarte sabe de lo que habla aunque tenga esta cosa vallejiana de que entendamos sólo porcentajes. Como: "la combustión de todo lo sentido / reconoce las formas de matarte". O estos versos de quitarse el sombrero: "La arena es la osamenta de los siglos,/ el viento turbio y ciego de la historia,/ el adeene de la nada…".

No tengo quinientas palabras más, ni lo pretendo, para analizar el poemario de un vacío lleno de todo lo poético en la modernidad que no mira hacia lo siglos pretéritos sino a los del futuro. Rafael es como el verso de César Vallejo "¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!". Se trata del poema Hoy me gusta la vida mucho menos, que tanto gustaba a nuestro Luis Berenguer inolvidable: "Me gusta la vida enormemente/ pero, desde luego,/con mi muerte querida y mi café / y viendo los castaños frondosos de París/ y diciendo:/ Es un ojo éste, aquél: una frente ésta, aquella… Y repitiendo / ¡Tanta vida y jamás me falla la tonada!/ ¡Tantos años y siempre, siempre, siempre!".

"Si pudiese pensar en la totalidad de un sentimiento", escribe Rafael Duarte en su poema Manual de autodestrucción. Porque "la carne no resume sus deseos". Imposible resumir los fulgores de este Libro del vacío, última entrega del poeta singular de la Isla. Del que quería escribir lo que va confuso, lo sé, incompleto, probablemente inconexo pero lleno de mi admiración antigua. Duarte sueña los libros más que los imagina, como el torero sueña la faena del tercer toro de la tarde. Camarón fue cantaor que quiso ser torero como Duarte es poeta que quiso ser torero. Ser torero es el factor común. La vida es una faena mal hecha muchas veces, con un quite por chicuelinas escalofriante. Y una estocá sin necesidad de puntillero.

Rafael Duarte es grande, señoras y señores.

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