Análisis

José Mª García León Historiador

Don Torcuato

Era consciente de las pocas adhesiones y simpatías que disfrutaba en el seno del régimen

Don Torcuato, naturalmente, no puede ser otro que D. Torcuato Fernández Miranda, catedrático de Derecho Político, uno de los principales artífices de la Transición y , desde luego, su principal impulsor intelectual y jurídico.

En este país nuestro, de frágil memoria colectiva a la que acudimos a veces con más pasión que criterio cuando esa memoria se escribe con mayúsculas, su figura cada vez se ha ido diluyendo más, salvo en ambientes muy concretos y minoritarios que sí han sabido reconocer su inmensa contribución a todo el proceso desencadenado a raíz de la muerte de Franco y que culminaría con la promulgación de la Constitución de 1978, la única de nuestra historia aprobada por consenso y con la que España ha gozado de sus mejores momentos en su atribulada andadura como vieja nación.

Nombrado presidente de las Cortes y del Consejo del Reino por el Rey, del que había sido uno de sus preceptores, supo tejer todos los hilos de una complicada madeja para, astutamente, lograr que el propio régimen fuera evolucionando sin grandes traumas hacia una democracia. Lo hizo además y siempre con el incuestionable respaldo del Rey, utilizando una fórmula legal, muy propia de él, que en principio no tenía por qué levantar ningún tipo de suspicacia: de la ley a la ley. De hecho le entregó a Suárez el texto de la Ley de Reforma Política, sin la cual no hubiera sido posible todo lo que vino después. Fue algo así como una condición sine qua non para la futura llegada de la democracia.

Recientemente Televisión Española le ha dedicado, a modo de homenaje, una recreación de su persona en el periodo que va desde 1975 a 1977, año en el que se celebraron las primeras elecciones democráticas posteriores a la Guerra Civil. Salvando las distancias y las propias artes del medio televisivo, aparece como lo que era, un hombre pragmático y astuto que siempre escondió, o más bien disimuló, lo que tal vez era su auténtica ambición, ser algún día presidente del Gobierno. A su lado, un joven monarca, demasiado indeciso y atribulado a veces, junto a un siniestro general Armada y un impaciente Suárez, que llevado de su juventud y su impulso, a duras penas logra disimular su ambición ante lo que se veía venir. Estereotipos que, como todos ellos, siempre contienen grandes dosis de verdad.

El Torcuato real era un hombre reservado, de cierta aspereza de trato, orejas despegadas, pelo ralo muy estirado hacia atrás y cara de ave rapaz nocturna, que no pasaba precisamente por simpático ni tampoco lo pretendía. Cuando el asesinato de Carrero Blanco ocupó interinamente, con temple y energía, la Presidencia del Gobierno. De sobra sabía en su fuero interno que nunca lo sería de forma efectiva, pues era consciente de las pocas adhesiones y simpatías que disfrutaba en el seno del régimen.

Quienes actualmente critican todos aquellos años y la propia Constitución, con más ligereza que criterio, parecen olvidar lo tremendamente difícil que supuso todo aquello, con unas estructuras más anquilosadas de lo que parece frente a un creciente ansia de democracia, alentada también desde fuera de nuestras fronteras, en una sociedad que, quiérase o no, a pesar de haber experimentado un notable avance en los últimos años del franquismo, de 1975 en adelante daba ya evidentes muestras de querer cambios y revertir la situación. Hacerlo hoy, cuarenta años después, resulta tan fácil como falto de rigor, pues Fernández Miranda tuvo que hilar muy fino en aquellas circunstancias. De un lado, ante las reticencias de los inmovilistas, el llamado 'búnker', de otro, ante la impaciencia de todos quienes apostaban abiertamente y sin dilaciones por la ruptura.

Una vez aprobada la Ley de la Reforma con el respaldo de la gran mayoría de los españoles en aquel referéndum de 15 de diciembre de 1976 y las elecciones para Cortes Constituyentes de 15 de junio de 1977, decidió retirarse. Presentó su dimisión al Rey, alegando que la misión que le había encomendado estaba cumplida. Distanciado cada vez más de Adolfo Suárez, participó en dichas Cortes como senador por designación real, sin que la UCD no solo no le reconociera como merecía sus méritos, sino que, incluso, le excluyó de su grupo parlamentario en cuanto intentó hacerse notar en el Senado. Tampoco sintonizó con Alianza Popular, al no identificarse plenamente con sus ideales políticos ni con los postulados de sus principales dirigentes.

En 1978 el Rey le nombró duque de Fernández Miranda y Caballero de la Orden del Toisón de Oro. Murió en Londres en 1980 cuando circunstancialmente se encontraba allí por motivos profesionales. Una figura tan vinculada a Juan Carlos I como fue el marqués de Mondéjar, mudo testigo de muchos de los entresijos del poder entonces, dejó escrito que "el bosque de nuestra reciente historia ha servido, injustamente, para ocultar la figura de Torcuato Fernández Miranda, el alcance de su acción y la hondura de su magisterio".

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