No es para estar contentos. No causa la más mínima satisfacción. Puede que haya júbilo y jolgorio y se brinde hasta el coma etílico a la derecha de Vox, y probablemente hasta en ese mismo partido y en otras larvas similares. Pero que no se equivoquen: no causa ninguna dicha que en la España del siglo XXI ocurra esto. Es lamentable. Es una pena. No tendría que haber ocurrido. No se debería haber llegado a esta situación.

La demagogia no está considerada un delito, su práctica está a la orden del día, pero cuando en su delirio los demagogos no tienen empacho en tirarse por una pendiente viscosa y resbaladiza queriendo arrastrar -y desgraciadamente consiguiéndolo en más número del deseable- a fanáticos incautos e ilusos deseosos de una especie de nuevo amanecer, tal que pertenecieran a una secta, delinquen y termina ocurriendo lo de ayer. O algo mil veces peor que uno prefiere no nombrar, algo que parecía muy lejano, algo que se creía muerto para siempre y que, sin embargo, agarra y florece por culpa de una siembra siniestra. Y ves a tipos abonando.

Ayer acabó con unos cuantos demagogos en la cárcel -no por ser eso, desde luego: no habría terrenos libres en España con espacio donde levantar prisiones para encerrarlos a todos, de tan diverso color y pelaje- y con su jefe, el mayor demagogo de todos, huido fuera del país, escondido, sin el menor atisbo de remordimiento: no va con él eso de que en una pandilla hay que estar con los colegas.

No, no es para estar contentos. Lo de ayer provoca consternación. Sobreponiéndose uno con esfuerzo a un pesimismo consuetudinario había querido creer proveyéndose de una fe inquebrantable que el país, su gente, los ciudadanos y sobre todo quienes deciden un día dedicarnos su tiempo, su esfuerzo, su buena voluntad, su inteligencia y su trabajo bien remunerado para dirigirnos y administrar nuestro bienestar, íbamos a estar a la altura de lo que, cuando niño, uno pensaba que sería el siglo XXI. La decepción es tremenda. Y la frustración te deja devastado si dedicas tan sólo un instante a reparar en los hijos, en los nietos, en los que vendrán detrás a seguir soportando a más y más demagogos y a sus desgraciados seguidores que, lejos de abrir los ojos y limpiarse las orejas, optarán por el sahumerio de su guía espiritual y, si su desvarío lo lleva a la cárcel, a denunciar su persecución, su represión, su tortura, su martirio. A una secta, la pócima de la demagogia le sabe a elixir.

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