Me declaro fan de Álvaro Cervera. Y eso que no soy yo muy mitómano y que con la edad, conforme han aumentado las manías, han disminuido las ganas de idolatrar a nadie. No me entiendan mal, no quiero conocerlo ni tomarme una caña con él en el Manteca cantando carnaval. Cuando digo que soy fan me refiero a que, en la lejanía, voy a muerte con sus decisiones. No las cuestiono. Sencillamente son un dogma de fe para mí. Porque creo ciegamente en Cervera. Así que cuando optó por quitar a Ortuño -que a todo esto realizó una segunda vuelta más que discreta- en la fase de ascenso, yo dije: ole. Y lo mismo pensé el domingo en Oviedo cuando vi que no jugaba Barral. Ole. No porque me alegre de la ausencia del isleño, no es eso, pero para mí cuando Cervera habla es palabra de Dios.

El Cádiz es un equipo de autor, un bloque que deambulaba sin pies ni cabeza por Segunda B hasta que Cervera llegó y le dio una idea a la que agarrarse, un estilo realista, sin pretensiones, sin carajotadas ni tiki-takas reservadas a plantillas millonarias. El Cádiz juega como Cervera quiere, y a mí me parece bien, porque siempre me han gustado los equipos que juegan al fútbol con el cuchillo entre los dientes. Esto no quiere decir que no me enamore el Barcelona de Guardiola, pero el Cádiz no puede jugar así y la Segunda está llena de equipos que tocan muy bien la pelota y acaban bajando.

Así que si Cervera dice que por la mañana hay paseo, todo quisqui a pasear. Y si hay una indisciplina se ataja. Y si no juega Barral en Oviedo, pues es una lástima, porque me parece que del acierto del delantero gaditano va a depender mucho nuestra suerte este año, pero el capitán de este barco lleva un apellido más marinero imposible, y yo al menos voy a muerte con él. De hecho, sería cuestión de ir planteando más pronto que tarde una renovación por muchos años.