Mientras os molestáis en hablar de la relación etimológica entre los términos referéndum y fútbol deluxe, leo la noticia de que a la barriada de José Antonio, la que está al lado del cementerio, le quedan pocos telediarios. El fin de esta favela en miniatura os resultará poco relevante, pero a mí me sirve para retrotraerme a mi época de reporterillo, cuando la actualidad me hacía rodar de vez en cuando por sus cuatro callejuelas.

En una ocasión, aparecí por allí, en pleno verano, a las cuatro de la tarde, para hacer una crónica sobre la escolta policial que habían impuesto a los barrenderos municipales, tras sufrir unas supuestas agresiones. Caminar por sus calles bajo el sol criminal era como estar en una escena crepuscular de película del oeste: silencio devastador, polvo revoloteante, miradas desconfiadas. El único espacio con vida aparente era un pálido quiosco de helados, cuyos parroquianos me trataban como si fuera un agente secreto (y eso que les dije la verdad). Mientras esperaba a que aparecieran los dos barrenderos junto al patrullero, decidí adentrarme en la calle central del barrio. Un zombie con aspecto de yonqui apareció de la nada y me pidió unas monedas, sin ánimo de ofender, afirmando que era mejor pedirlas que robarlas. Mi sonrisa imbécil me traicionó y me sentí obligado a darle las monedas. Cuando aparecieron los barrenderos, barriendo tranquilos, me contaron que no les sonaba lo de las agresiones. Varias patrullas pasaron por el barrio, pero ninguna escoltó a nadie.

Durante muchos años, José Antonio ha sido una barriada alfombra: se barre a su alrededor, la levantan y bajo sus cimientos rebosantes arrojan los escombros del sistema. Y ahora que la van a derribar, habrá quien crea que su espíritu quedará sepultado para siempre, como en un cementerio indio. Como si fuera difícil encontrar nuevos barrios alfombra para que, mientras seguís hablando de democracia y esas cosas, se pueda seguir barriendo y todo a su alrededor quede bien limpito y reluciente.

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