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Cultura

Dos valores del arte

  • La exposición de Pérez Villalta en la Rafael Ortiz de Sevilla tal vez se resuma así: no obliga, sino invita, y a la vez que complace, da que pensar

La construcción de Los voladores de cometas reposa en un estricto juego de perpendiculares. La exacta línea del horizonte del mar, reiterada por la pasarela que comunica los dos edificios, guarda una rígida ortogonalidad con las dos torres y con las ánforas y vasos que aparecen en primer término, a modo de repousoirs (objetos situados en primer plano para dar profundidad a la escena), pero este ejercicio de ángulos rectos se ve perturbado por las curvas que trazan los árboles: dos forman una uve de brazos cóncavos y el tercero ensaya una circunferencia. Estas curvas anticipan o sirven de tránsito a las que, más que protagonizar la obra, la constituyen: el perfil ondulado del lienzo. El cuadro en efecto abandona el rigor de la cuadrícula, como lo hace, con mayor desenfado aún, La pesca prodigiosa: en él, incluso las arquitecturas (el puente. abajo en el centro, y el edificio, arriba a la derecha) parecen tocadas por ondulaciones, ecos de las del contorno del lienzo.

Hogarth escribió sobre el atractivo de la línea ondulada, frente a la señera monumentalidad neoclásica, y el rococó había experimentado cumplidamente con la vibración de la curva y su sensualidad. Pero lo más importante de la profusión de este tipo de líneas es que cuestiona el orden constructivo del cuadro. Con frecuencia, el orden del cuadro suele duplicar la estructura de la cuadrícula: un enrejado, patente o implícito, reitera el rectángulo del lienzo así como el hexaedro de la sala y proporciona al espectador (que en pie se mantiene perpendicular al suelo) una visión ordenada de las cosas. Romper la disciplina de la cuadrícula, como hace en estas piezas Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, Cádiz, 1948) es un alegato a favor de la fantasía, un modo de decir al espectador que, en arte, el orden suele estar amenazado y la mirada es inseparable de la fantasía.

Es este un denominador común de los cuadros de la muestra. En parte, por la sensualidad de las obras. Ocurre en todas las expuestas pero brilla de manera especial en los cuadros de breve formato expuestos arriba en la entreplanta, bajo el título Paisajes encontrados. Hay en ellos ciertamente una profusión de lo ornamental que a veces incurre sin disimularlo en la chinoiserie. Pero este recreo en el detalle preciosista no impide la densidad de la pintura, la atención al color. Son cuadros que evitan la veterana idea de que lo bello es difícil y se ofrecen, sin reserva alguna, como placer a la mirada. Así ocurre también en Las tardes del estío o en Los ritos.

Habría que hacer sin embargo dos reservas. La primera que el espectador culto o al menos informado disfrutará más de estas obras. Pérez Villalta, buen conocedor de la historia de la pintura, suele meditarla y recrearse en ella. Así, en los fondos azules de Las tardes del estío hay ecos de la primera paisajística europea, mientras que el gran árbol de la izquierda hace pensar en los paisajes romanos del siglo XVII. En cuanto a Los ritos, ¿no trae a la memoria el llamado Parnaso de Mantegna?

La segunda reserva consiste en lo que cabría llamar el enigma del ornamento. Lo ornamental no tiene buena fama. Unos lo reducen a mera decoración y otros lo asimilan al kitsch. Al hacer esto se pasa por alto lo inquietante del ornamento que experimentamos ante los bestiarios medievales, los claustros de ciertos monasterios o los emblemas manieristas. Gratos a la mirada, dejan sin embargo en la fantasía y la memoria una semilla de inquietud. Así ocurre también con algunas de estas obras como Atrapar el deseo o El vuelo de Psiquis.

Esto nos lleva a otra característica de estos cuadros: su cercanía al aforismo. Véase, por ejemplo, uno de los tondos situados en la planta baja de la galería, El reflejo de la mirada. Es un tema con raíces en nuestra cultura. Para los antiguos era sígno de caducidad: el ojo, pensaban, es luz del mundo. No sólo porque creían que la pupila (a la que llamaban luz del ojo) emitía un rayo que al chocar con las cosas producía la visión, sino porque el mundo no podría completar su belleza hasta que no se reflejara en una mirada. Pero este ojo, creador de belleza y émulo por tanto de la divinidad, muestra su limitación porque no logra verse a sí mismo. Tal limitación no era tal para los modernos que en la mirada ven sencillamente el poder de hacer mundos y reafirmarlos sin recurso a ningún más allá. ¿Cuál es entonces el alcance de la obra de Pérez Villalta? No hay respuesta, sólo invitación a mirar. Habrá quien se quede en el ritmo de la imagen o en la sensualidad de la pintura, quien se limite, orgulloso de su saber iconográfico, a identificar el tema y quien se lleve consigo la inquietud del aforismo. Es este un valor del arte: no obliga sino invita. Otro valor: a la vez que complace, da que pensar. Tal vez sea éste el mejor resumen de la muestra.

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