Cultura

las periferias y los invisibles de la segunda guerra mundial

  • Historia de hombres y mujeres. Apoyado en un descomunal trabajo de investigación en el que prevalecen las cartas y los diarios de los combatientes, Antony Beevor nos muestra aquí el inmenso retablo de una guerra que se extendió desde el Atlántico Norte al Pacífico

Durante mucho tiempo la narrativa del gran conflicto del siglo XX estuvo dominada por la propaganda norteamericana de la liberación del mundo sometido por los dictadores y la retórica de la división de bloques que siguió en la inmediata posguerra. En los años 80 y 90 se fue abriendo paso la idea de que el verdadero punto de inflexión del conflicto mundial se fraguó en el frente oriental donde perdieron la vida millones de personas, las fuerzas del III Reich se desangraron y se decidió el desenlace de la contienda. En ambos casos los acontecimientos del norte de África, Oriente Medio, China y las colonias británicas de Asia, que movilizaron a pueblos enteros y sacrificaron ingentes recursos con un altísimo coste de vidas humanas, ocupan un papel periférico y subordinado al relato de los vencedores que ponía el énfasis en las decisiones de los grandes líderes y en las operaciones bélicas que respondieron al desafío nazi. No deja de ser significativo que en una de las últimas síntesis al uso, la bien documentada obra de Martin Gilbert La Segunda Guerra Mundial (La Esfera de los Libros, 2005) el continente asiático no aparezca en escena sino en el capítulo 21 y entonces vinculado exclusivamente al ataque japonés de Pearl Harbor.

En un buscado contraste con esta retórica hasta ahora dominante de la contienda Antony Beevor inicia su narración en Khalkhin-Gol, en el extremo de la Mongolia rusa, y no en septiembre, sino en mayo de 1939, cuando una escaramuza de frontera se envenenó hasta reactivar la antigua hostilidad ruso-japonesa dando lugar a una batalla que arrojó la abultada cifra de 61.000 bajas para el ejército imperial. El giro de los intereses de Tokio hacia los archipiélagos del sureste, después de la caída de Francia en junio de 1940, confirmaría los peores presagios de este "incidente menor" que podemos tomar como símbolo de la apuesta narrativa del libro que presentamos en su conjunto: dar protagonismo a lo aparentemente pequeño, al daño colateral, a las contradicciones borradas por las retóricas propagandísticas y presentar una historia universal de las comunidades que se vieron involucradas en la Guerra Mundial, arrojando luz sobre la periferia en sombra y devolviendo la voz a los invisibles del gran conflicto. El riesgo ha sido alto: que el argumento se perdiese en una amalgama amorfa de episodios sin sentido, ni coherencia, pero se ha resuelto con notable maestría, convirtiendo los miedos y las tensiones que recorren de punta a cabo un lustro de guerra en los ejes vertebradores del relato, desde la paranoia imperialista de Hitler a los conocidos recelos entre Churchill y Stalin, sin olvidar el doble juego político de la China nacionalista de Chiang Kai-shek que para Beevor es "la pieza que faltaba en el rompecabezas de la Segunda Guerra Mundial".

Las desconfianzas, las divisiones dentro de las propias filas (que distanciaban, por ejemplo, a los cuadros del ejército alemán de los altos mandos de la Gestapo y las SS) y hasta los errores de estrategia (fue un gran error de Inglaterra que estuvo a punto de costarle su propia independencia dispersar esfuerzos al principio de la guerra) ligan inopinadamente la coherencia interna del relato y lo hacen con mejores resultados que el tradicional argumento lineal y acartonado (incluso falaz por momentos) de una épica común a las potencias aliadas que estuvo lejos de ser un programa cerrado ni siquiera en la Conferencia de Teherán (1943), por no hablar de la fantasmagórica visión de Europa que concibieron las potencias del Eje (alianza de conveniencia que Hitler mantuvo sólo como artificio para no desmoralizar a sus tropas) o de la retórica narcisista implícita a la propaganda de construir una Gran Asia Oriental, continente que prosperaría bajo tutela japonesa emancipado de los imperialismos occidentales. Por mucho que estas visiones tradicionales fueran desacreditadas por la dura realidad de los hechos y parezcan hoy superadas, sin embargo todavía no se ha terminado de definir una explicación alternativa que se erija en narración igualmente global y coherente capaz de leer la Guerra, incluso más allá de sus terribles cifras, en toda su dimensión y carnalidad, como experiencia global que truncó el proyecto de vida de una generación y condicionó la realidad política de las dos siguientes.

Beevor ensaya esta vía dedicando capítulos completos a la limpieza étnica que manchó de vergüenza el pacto Molotov-Ribbentrop (en Polonia, en Ucrania, en el Báltico y Besarabia), a las hambrunas que asolaron la provincia China de Honan (se calculan tres millones de víctimas) o la población rural de Tonkin, al norte de Indochina, donde murieron por desnutrición dos millones de campesinos obligados a cultivar yute en lugar de arroz, daños colaterales en ambos casos de la ofensiva japonesa de Ichigo. Y esto sin olvidar a Europa, empobrecida y cautiva entre alambradas hasta 1944.

Historias de hombres y mujeres -que no anécdotas- entretejidas en la trama de una guerra por el control de los recursos, impulsada por la espiral de propaganda que movilizaba el miedo y deshumanizaba al enemigo, aniquilando cualquier atisbo de disensión interna. Dimensiones de la experiencia humana que explican, a su vez, las estrategias adoptadas, las decisiones políticas, en fin, las grandes operaciones que todos recordamos. En 50 capítulos y 1.200 páginas con sus habituales armas narrativas (la vivacidad del testimonio personal, la fuerza de la cronología, la inmediatez del tratamiento documental) Beevor nos transmite la tensión de la larga noche que los soldados de la Wehrmacht pasaron en los bosques de la frontera rusa antes de emprender la ofensiva Barbarroja, con no menos verosimilitud que el hundimiento del Príncipe de Gales, símbolo de la marina real británica. Pero, por encima de todo ello, nos ayuda a ensanchar el horizonte y democratizar el discurso del conflicto mundial incluyendo la marginalidad y dignificando a las víctimas. Hasta la propia iconografía que acompaña al texto obedece a este principio según el cual los acorazados de Narvik reciben el mismo rango que las aldeas judías incendiadas en Ucrania, y la rendición japonesa a bordo del Missouri figura junto a los desplazados y malnutridos de Okinawa.

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