Daniel Blanco Parra. Escritor

"Mi libertad está en la literatura y mi única norma es lo que me hace feliz"

  • La novela 'Los pecados de verano' rescata la España de los 50 a partir de un episodio tan real como desconocido. La protagonista realiza un doble viaje que la cambia para siempre.

-A los ojos de un español de hoy las conclusiones del I Congreso Nacional de Moralidad en Playas y Piscinas, celebrado en Valencia en 1951, pueden parecer hasta chistosas. Pero no lo son.

-La perspectiva que da 60 años permite verlo con cierta sorna pero esas eran las normas de comportamiento de nuestros abuelos, una generación con la que aún convivimos. Su realidad esconde frustración, sufrimiento y un concepto que atraviesa el libro de principio a fin: cuando uno vive un tormento largo del que no sabe cómo salir, la única forma que tiene de aliviarse es hacer sufrir a los demás. La Dictadura consiguió gestionar las alcobas y corazones.

-¿Qué aspectos de ese episodio que enmarca Los pecados de verano le han sorprendido más?

-Todo. España vivía con las arcas vacías y Franco quería potenciarla como país turístico a la vez que protegía a los españoles de los comportamientos extranjeros. Había miedo a que, una vez dentro, el turismo explotara y nos conquistara con su "invasión paganizante". Pero los turistas también eran una fuente de dinero, estaban casi exentos de ser multados. Franco se da cuenta de que el turismo puede ser una gran arma propagandística. En el Congreso, por otra parte, se debate incluso sobre las diferentes partes del cuerpo que se podían mostrar. Por ejemplo, las clavículas ¿qué hacíamos con ellas?

-¿Y lo que más le ha aterrado?

-Ese concepto de invasión, el sentirte superior al que viene de fuera, como un pueblo elegido por Dios. Pero luego están esos turistas comunistas, pecadores que nos dejan dinero...

-¿Hay un componente personal, referencial, en esta obra?

-He sentido siempre fascinación por la Posguerra pero no desde la perspectiva de vencedores y vencidos, sino desde el ámbito de lo doméstico, lo íntimo. El objetivo final del libro es que la gente sepa cómo vivían, se relacionaban y amaban nuestros abuelos con tan pocas herramientas. También fueron jóvenes y tuvieron ganas de desear y ser deseados. Y de repente ven sus playas llenas de suecas, alemanas... Imagina la frustración de ellas y el asombro de ellos. Creo en la literatura del entretenimiento pero también en conocer de dónde venimos. Hay que empatizar para valorar.

-La moral franquista fue especialmente dura con el papel de la mujer. No es casualidad entonces que el personaje central sea Consuelo, 'La Señora'.

-La elección es consciente por la riqueza narrativa que ofrece un personaje femenino. Su conflicto interior está mucho más en juego que el de un hombre.

-¿En qué términos afecta a Consuelo ese viaje desde su pueblo a Valencia para acompañar a su marido al Congreso?

-Hace un doble viaje: del pueblo a la playa, de la sequía hacia lo azul. Y otro iniciático donde se reencuentra con una parte desconocida de sí mima. Se transforma a un nivel profundo, hay una rebelión interior, un ensanchamiento del alma. A la vuelta algo ha cambiado ya para siempre.

-Esa España dicotómica ¿le ha generado contradicciones?

-Tenía claro que quería narrarla desde el respeto y la curiosidad. No es una historia más sobre la Guerra Civil. La sorpresa vino del veto de algunos medios de comunicación que no querían que se hablara sobre un tema para ellos delicado. No juzgo, cuento un congreso y allí sitúo a los personajes.

-¿Seguimos siendo tan mojigatos como antaño?

-Ahora son nuestros iguales los que marcan las normas. Hay dos ejemplos contrapuestos: un lugar como Magaluf, casi amoral, donde se permite todo. Y los jóvenes que le dicen a su novia "no te vistas así". España se está sacudiendo ese disfraz de mojigata y se ha reconciliado con el turismo. Pero al final la moral es una construcción efímera.

-¿Cómo la combate usted?

-Mi libertad es la literatura y la verdadera medida de las cosas es lo que me hace feliz, es mi única norma. Estoy en ese camino.

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