Cultura

El lento y apasionante proceso de la pintura

  • El pintor EDUARDO MILLÁN elabora un gran cuadro sometiendo el discurso temporal de la luz a su pausado discurrir

Todo Jerez conoce un edificio señorial, al final de la calle Corredera hacia la Plaza de las Angustias, que lleva tiempo cerrado y en sempiterno estado de espera. Esta circunstancia contraria a la lógica, por la calidad y belleza arquitectónica que manifiesta, parece que tiene los días contados gracias a la empresa madrileña 'Only Suites Hoteles', que lleva a cabo la rehabilitación del mismo para, próximamente, convertirlo en un importante establecimiento hotelero cuyas instalaciones se verán completadas en una casa enfrente, esquina a calle Pedro Alonso. Si usted, amable lector, circula por tales espacios ciudadanos comprobará los trabajos que en ambos edificios se llevan a cabo. Sin embargo, lo que no podrán imaginar es que en la azotea de este último se gesta diariamente un extraordinario proyecto pictórico. Como uno de los elementos decorativos principales para el nuevo hotel se ha encargado al pintor jerezano Eduardo Millán un gran lienzo -tres metros de ancho por uno setenta de alto- que recoja un paisaje urbano sobre, prácticamente, toda la calle que se extiende desde las Angustias hasta la plaza del Arenal, con todo su importante caserío; un paisaje que aglutina los edificios más inmediatos en la historia y aquellos otros que conforman la historia ciudadana, con San Miguel apareciendo majestuoso en lontananza.

Pero la obra que se efectúa en la Corredera no es, ni mucho menos, una pintura más, un encargo importante a un artista importante para un edificio que va a dar, sin lugar a dudas, mucha vida a una zona céntrica de Jerez. La pintura de Eduardo Millán es un proyecto artístico de mucha envergadura que pone muy a las claras la trascendencia artística de su autor. El pintor, entusiasmado, mientras trabaja sobre la obra, explica, con pasión, su trabajo y su discurso artístico en ejecución. El cuadro abarca más de 160 grados de visión. Todo gira alrededor del 21 de diciembre, solsticio de invierno, unas pocas semanas antes y otras después la luz sufre muy pocas modificaciones. Durante este tiempo, desde el 5 de noviembre, comienza a pintar una hora diaria, siempre a la misma hora, hasta finales de febrero, que ya cambia ostensiblemente la luz. A partir de ese momento se debe esperar, de nuevo, hasta noviembre para retomar el trabajo; mientras tanto, el dibujo ocupa casi todo el tiempo; también muchas situaciones técnicas para ir encajándolo todo. El eje central de la obra es una ventana que se divisa, a lo lejos, en el edificio de la antigua Caja de Jerez en la Plaza del Arenal. La obra presentará una perspectiva curvilínea que permitirá aproximarse lo más posible a cómo ve el ojo humano, teniendo en cuenta las lógicas diferencias entre el propio sistema de representación y lo que capta la visión del hombre. Se trata, por tanto, dice el autor, "de una perspectiva acelerada que aumenta el tamaño de los objetos próximos y merma el de los cuerpos que se encuentran más alejados".

La azotea se ha convertido en un especialísimo escenario a modo de laboratorio. Alrededor de la gran superficie, un lienzo de lino montado sobre una tabla, se observan todo tipo de cálculos matemáticos, vectores pintados a lo largo de la azotea que sirven de supremas referencias, concretas para el autor, puras abstracciones para el que contempla, atónito, toda una aplastante realidad creativa. Es la máxima actuación de un artista en pleno proceso. Eduardo Millán se convierte en supremo hacedor de una realidad artística que él transforma en mágico ejercicio procedimental. El autor se nos aparece feliz, entusiasmado y a la vez dubitativo de ser incapaz de captar lo que le aporta la realidad; sabe exactamente dónde inciden las sombras de los elementos circundantes; los mínimos detalles son plasmados con asepsia de cirujano; la luz es plasmada con sus volubles incidencias a la hora exacta; los ángulos y perfiles van surgiendo inquietantes de su primera mancha configuradora. La limpieza de la pincelada de Eduardo Millán deja las formas exactas de un paisaje urbano que va tomando su concreta dimensión. La Corredera se vuelve más Corredera y diarias secuencias ganadas al viento, a las sombras y, en estos días, a la lluvia, van surgiendo felizmente representadas. El artista se siente ilusionado mientras la pasión creativa resalta entusiasta. Su admiración por Antonio López lo delata; él que ha sido alumno privilegiado del maestro sabe, ahora, como aquel, poner en marcha un entramado constitutivo, poderoso, supremo, lleno de lógica creativa y de trascendente belleza. La pintura de Eduardo Millán es toda una lección de gran pintura; no se trata de una obra más, es un tratado de representación; un ejercicio artístico dilatado en perfección, con muchísimo rigor científico, con las matemáticas, la geometría y la perspectiva, ofertando su precisa racionalidad. Se trata de un proyecto artístico de mucha envergadura a la que no todos podrían llegar, el trabajo apasionante que potencia la dimensión de una pintura llevada a cabo con el lento transcurrir de una luz pausada incidiendo precisa y constante sobre un bello espacio ciudadano. Es una obra que eterniza artísticamente a su autor y avala la sensibilidad del que ha efectuado el encargo.

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