Cultura

La coartada poética

Drama, España, 2009, 127 min. Dirección: Fernando Trueba. Guión: F. T. y Jonás Trueba, a partir de la novela de Antonio Skármeta. Fotografía: Julián Ledesma. Intérpretes: Ricardo Darín, Abel Ayala, Miranda Bodenhofer, Ariadna Gil. Cines: Cinesur (Cádiz); Bahía Mar (El Puerto)

Fernando Trueba regresa a la ficción tras un paréntesis dedicado a documentar sus pasiones musicales latinas (Calle 54, El milagro de Candeal) o a asuntos culturales varios. Y lo hace como los hijos pródigos, por la puerta grande, avalado por la Academia para representar a España en los Oscar y adaptando la novela, Premio Planeta en 2004, de Antonio Skármeta, autor cotizado en el mercado editorial desde los días de la relamida El cartero y Pablo Neruda.

Ambientada en una invernal Santiago de Chile, El baile de la Victoria supone un cambio de registro en el cine del director de Belle Époque, que hasta ahora se movía siempre entre la comedia y la Historia, al abrazar de lleno las claves difusas de ese realismo poético, épico y romántico que tanto éxito ha cosechado en determinada literatura latinoamericana. Más cerca del agua achocolatada de Esquivel y Arau que de los arrabales parisinos de Carné o Prévert, Trueba, siempre demasiado académico, poco atrevido en lo que respecta a las formas, le añade a la fórmula las señas de identidad del cine de género (nuestros protagonistas, un famoso y veterano ladrón y un pilluelo callejero con encanto, acaban de salir de la cárcel) y la reviste con ese empaque brillante de las producciones con presupuesto amplio.

Siempre en el filo del alambre, El baile de la Victoria se juega su credibilidad e intensidad líricas (no faltan referencias explícitas a la poesía, por supuesto, ni tampoco al cine) en un inestable interregno narrativo (un encuentro, una historia de amor, un robo planeado, el pasado que vuelve) en el que cuesta mucho distinguir lo poético de lo cursi. Irremediablemente, la cinta se precipita por la cuesta de los remilgos y las explicitudes, como lo demuestran varias escenas (el diálogo en off entre Darín y su esposa Ariadna Gil en su gélido reencuentro; la secuencia del baile de la joven muda en el Teatro Municipal bajo la mirada de un crítico de danza interpretado por Skármeta; su huida y posterior persecución a caballo por el parque bajo los acordes místicos de la música de Zbigniew Preisner) que, buscando funcionar como postales sublimadas del amor trágico-romántico, más bien nos invitan a la risa floja.

En este peligroso territorio sostenido por una mirada demasiado prosaica, Ricardo Darín reincide en su perfil de perdedor solitario y taciturno, mientras que su joven partenaire, Abel Ayala, se empeña demasiado en hacer más encantador de la cuenta a su personaje de sonrisa perenne y fantasiosa verborrea. Junto a ellos, una galería multinacional de secundarios latinos ponen la pimienta cómico-trágica a una fábula que tal vez funcione sobre el papel pero que aquí coquetea peligrosamente con el desastre.

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