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Cultura

In memoriam

  • El conocido artista santanderino falleció este mes a los 85 años Su energía pictórica y su valía como artista quedarán ligadas a sus faros

Era la mitad de la década de los setenta; últimos estertores de un tiempo que duraba demasiado y de un anciano agónico al que querían, a toda costa, mantener vivo cuando su existencia ya estaba más que cumplida. En el panorama artístico andaluz, probablemente, era la capital granadina la que ofertaba lo mejor, lo más avanzado y lo más atractivo en un momento en el que el interés por lo nuevo era, todavía, muy escaso. Y, el Banco de Granada, la institución que más claramente apostaba por el arte más avanzado. Las exposiciones que en sus salas se celebraban eran de las mejores de España.

Era, también, el tiempo en el que este que esto escribe comenzaba su andadura en una crítica que era mínima, casi inexistente -mi referencia y mi guía habían sido los textos de José María Moreno Galván, de los pocos que, antes y ahora, escribieron de arte con criterio, sentido y verdad, que moriría pocos años después-. Una de las primeras exposiciones que tuve que cubrir para, más tarde, hacer la crítica era la que Eduardo Sanz exponía en el Banco de Granada. Allí, en el edificio de la Gran Vía, me encontré con aquellas magníficas y recordadas series de espejos y vitolas de puros. Se trataba de una obra madura, pero que estaba abocada a desaparecer pronto, sustituida por otra, de exuberancia pictórica, sus marinas, y por las de absoluta esencialidad y sabia conformación compositiva, sus faros.

Después de muchos años de aquello, Eduardo Sanz recaló en Cádiz; iba a exponer en la Diputación Provincial. Conocedor de mi entrañable cariño a su figura por lo que supuso en mi camino iniciático en el mundo del arte y por mi admiración hacia su pintura, Eduardo me pidió que fuera yo el que escribiera un texto para el catálogo de su exposición gaditana. Fue para mí todo un honor.

Hace unos días, Hernán Cortés y Fali Benot me dieron la noticia: Eduardo había muerto. Llevaba enfermo hacía tiempo y, al final, llegó el día. Tenía ochenta y cinco años. Eduardo era valiente, entusiasta, artista completo, hombre cabal que iba haciendo amigos por todos sitios. Aquí, muchos hemos sentido su muerte. Eduardo Rodríguez y Fali Benot lo conocían bien. Aquel fue el artífice de su gran exposición en la Diputación y, el galerista tenía anunciada una próxima muestra para dentro de unos meses. Nos acordamos, también, de su mujer, Isabel Villar; pintora grande, siempre unida a Eduardo.

La obra de Eduardo Sanz va a permanecer eternamente, su recuerdo también. Con el pintor santanderino se ha ido un artista de raza, de aquellos que les tocó vivir tiempos de mucha inestabilidad, de querer y no poder, de poder y no conseguirlo por la cerrazón e incongruencia de unos pocos inconscientes que todo lo dominaban. La carrera de Eduardo Sanz fue amplia y con muchos matices, siempre transitando por rutas de emoción y entusiasmo. Muchas han sido las facetas artísticas en las que ha dejado su sello imborrable; pero, quizás, su energía pictórica y su valía como artista va a quedar eternamente ligada a su faros, a sus acantilados pulcramente pintados con sencillez, elegancia y carácter.

Eduardo Sanz nos ha dejado. Su vacío va a ser difícil ocuparlo; sobre todo porque su humanidad, su entrañable disposición para ser amigo, se va a echar muy en falta. Su recuerdo nos va a acompañar eternamente. Eduardo Sanz, por siempre y para siempre.

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