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Cultura

Excepcional concierto de Rododendro y The Guinea Pig

  • Pedro Fernández y Pablo Errea se complementaron sobre el escenario de la sala Milwaukee y fueron acompañados por el batería y bajista de Ledatres

Mi reino por un patio, dirá la mayor parte de los que se dedican a esto de la hostelería, los bares de copas y las salas de conciertos. Sobre todo si se acerca el verano a ritmo de temperaturas tropicales y los treinta y dos grados centígrados te obligan a lacerar los pulmones de los asistentes con aires acondicionados que te vuelven témpano y defensas bajas.

En otras palabras: la infraestructura es fundamental (que diría Marx), y contar con un patio al aire libre cuando se acerca la temporada más populosa del año para los hosteleros vale un potosí.

Un poco de esto se dejó ver la noche del jueves en la Sala Milwaukee, cuando los dueños del local decidieron ubicar el concierto de Rododendro y The Guinea Pig en el precioso patio antiguo que guardan en las entrañas de la sala, generando un ambiente propicio para deleitarse con dos grandes músicos que prometían intimismo y terminaron haciendo lo que quisieron.

Pedro Fernández Perles y Pablo Errea no ofrecieron dos conciertos, ni tampoco un recital por turnos; más bien sometieron sus respectivos proyectos (Rododendro y The Guinea Pig) a un proceso de ósmosis que hizo las delicias de la concurrencia y dio lugar a algo grande y distinto.

Empezó Pedro, solo con su guitarra y a media luz, con una chançon afrancesada delicada y preciosa. Pero fue un espejismo. Escondidos entre bambalinas esperaban dos cuartas partes de Ledatres: Esteban y Chuchi, que corrieron a tomar posiciones a la batería y el bajo en cuanto tuvieron ocasión.

Pero Pablo Errea se subió antes al escenario, se calzó su acústica y ofreció un tema folk-pop al más puro estilo Syd Barrett en el que destacaron una voz descomunal (y no por su belleza sólo; sino sobre todo por su textura, su capacidad interpretativa y su honestidad) y una composición cuidada, original, llena de idas y vueltas. Pedro no abandonó el escenario y se dedicó a acompañar a Errea con arreglos y punteos. Una delicia.

Pero la pareja se hizo legión y el pequeño escenario del patio de la Sala Milwaukee terminó con cuatro señores dando cuenta de su estabilidad y su resistencia: batería con escobillas, bajo, guitarra eléctrica y acústica.

Sleet, de The Guinea Pig, justificó tanto jaleo. Un tema tremendo, de arranque velvetiano, que recala en los mejores momentos de un Bill Callahan o un Vic Chesnutt para terminar convirtiéndose en algo complejo, original y hermoso. Para mí, lo más destacado de Errea (y posiblemente de la noche).

Siguió Pablo con I don't understand (otra burrada de canción) para que a renglón seguido Rododendro volviese a hacerse con la voz y ofreciese, tras la diminuta y bellísima Tiny, una de las canciones más aplaudidas de la noche: Prince Of Persia, un tema en el que Pedro muestra que no sólo es un gran guitarrista y un muy buen cantante, sino que sobre todo es un tipo dotado de una imaginación desbordante.

Prince Of Persia es una tonada de corte andalusí en la que la guitarra pop o blues deja paso a una guitarra de corte clásico llena de arpegios y variaciones desconcertantes. La voz habitualmente íntima de Pedro tira por los cerros de Úbeda y se torna moruna, dando lugar a una canción-embrujo que arrancó la ovación más consistente de la velada.

A todo esto, la formación sobre el escenario no dejó de variar ni un instante. Los músicos se intercambiaban los instrumentos como niños que intercambian sugus, y hasta Goli, amigo de sendas bandas y cantante, se subió al escenario para tomar cierto protagonismo en I love her so.

Pablo Errea volvió a la carga con una versión popera del Tunel de Vic Chesnutt y terminó de secuestrar emocionalmente al que esto escribe con Mistery Train, que me recordó muchísimo al George Harrison de All Things Must Pass.

Hacia los tres cuartos de hora de concierto, el patio de la Sala Milwaukee estaba prácticamente lleno (con ilustres como Paco Loco o Bigott), y los aplausos y las ovaciones crecían mientras los músicos tiraban cada vez más hacia rutas salvajes y nada intimistas.

Al final del concierto los intérpretes decidieron salirse del guión y la improvisación y las imprecaciones musicales convirtieron aquello en un barullo vibrante y divertido que parecía un batido de Van Morrison y The Velvet Underground.

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