Cultura

Deliciosas superadas inglesas

  • Libros del Asteroide publica 'Diario de una dama de provincias', el título más conocido de E. M. Delafield La obra fue escrita por entregas en 1929

No hace tanto, tanto tiempo, el abolengo británico tenía sus marcas y su precio bien definidos. Antes de que a alguna mente feliz se le ocurriera la estupenda idea de abrir castillos y manors a los turistas -y antes, mucho antes, de que hicieran su aparición fenómenos tales como la calefacción central-, gran parte del -diluido- señorío inglés tenía que hacer frente a cuestiones que nos resultan insultantes: chimeneas atascadas, tejados con goteras, despensa por momentos carencial. Las criadas -nos comenta la propia E.M.Delafield en su obra, nos dicta el sentido común- detestaban trabajar en el campo. Entendiendo como campo, por supuesto, alguna desangelada casa solariega. Si querías un rollo de ternera tenías que encargarlo al carnicero, y si querías quejarte por el encargo, tenías que mandar una nota. La selección de libros te la dictaba el club del lectura, al que te subscribías por correo. De los conjuntos de moda, las perfectas, descoloridas y prácticamente arruinadas damas se enteraban por los catálogos o por la moderna de pueblo -siempre ha habido una-, y acudían a comprarlos a las capitales de turno con afán bulímico (y provinciano).

Casi suena encantador, ¿eh?

Pues no sabría yo qué decirles. Desde luego, les aseguro que la protagonista de Diario de una dama de provincias no dudaría en afirmar que la invención del turismo en general, y de la fascinación por lo rural en particular, han supuesto una solución increíble para problemas como el mantenimiento del tejado o el pago de las tasas municipales, por decir.

A la hora de colaborar con un relato por entregas en Time and Tide -la revista de corte feminista que la protagonista de Diario de una dama de provincias arrastra consigo a todas partes -, E.M Delafield parece pegarse a la cita de Nancy Mitford con la que los editores cierran el libro: las tareas domésticas, sostiene la Mitford, son mucho más duras que la caza. Al menos, después de salir al campo, alguien te hace unos huevos y puedes descansar durante un rato. "Duda básicamente retórica -escribe, a su vez, el personaje de Delafield-. ¿Por qué la gente dice tantas veces de las mujeres casadas, con hijos y sin profesión que llevamos una vida desahogada?".

Probablemente, Delafield dibujara en su DamadeProvincias -no sería mal personaje en el mundo tuitero- a la primera "superada" de siglo. Uno puede imaginarse las escenas que se presentan ya en estas primeras entregas -DamadeProvincias tendría sucesivas secuelas- como una sucesión de viñetas de Maitena. La protagonista de Delafield -en la que se pueden encontrar detalles y pulso autobiográficos-resulta, casi cien años después, increíblemente moderna. Observa la maternidad con cierto temor y ojo crítico y a veces piensa que puede ser "un gran fallo". No cree que el fin último en la vida de una mujer sea encontrar un "buen hombre" y tener niños, pero ahí está ella, casada con un señor que se duerme tras los periódicos. DamadeProvincias se cree malabarista y se sabe un fraude, tiene su pizca de neurosis y su pizca de (inútil) perfeccionismo, y carece de afectación.

Quizá sea esta última característica, precisamente, la cualidad que haya hecho del libro un título imperecedero -su original nunca ha quedado descatalogado-. La falta absoluta de pretenciosidad se encuentra no sólo en el discurso de la protagonista, sino en el estilo y en el tono general de la historia, que consiguen transmitir -y esto sí es complicado- una elegante despreocupación. Todo está dispuesto como al azar y todo es, en efecto, perfecto. Uno parpadea y, de repente, se extraña de no llevar puesto un vestido de cretona (sea lo que sea la cretona), mientras considera cómo escapar cobardemente del marido narcoléptico, el gato macarra, la niñera francesa y la cocinera abusona para ir a ver a su amiga a Upon-Down-Avonshire.

Y es que, a las páginas de Diario de una dama de provincias les falta muy poco -que la anciana señora B. terminara sucumbiendo, tal vez, ante los letales cuidados de la prima Maud; o un punto más de delirio en la historia de amor entre la ciclista Bárbara y su pretendiente C.C.- para postular con buenas expectativas a ese subgénero que podríamos muy bien bautizar como Regreso a Hobbiton: encantadores pueblecitos ingleses, habitados por excéntricos personajes -la galería de secundarios que propone Delafield aguanta con creces la propuesta - y sumidos en tramas deliciosas, ya saben, desde un boxeador retirado que se enamora de la chica difícil del pueblo a una viuda llena de deudas que decide cultivar marihuana en su invernadero.

Al final, resulta que no hay nada inventado. Helen Fielding, por ejemplo, pareció haber encontrado la pólvora cuando se le ocurrió unir en su Bridget Jones, actualizándolos, los mimbres de Orgullo y prejuicio y las líneas confidenciales, tiernas y desastrosas con las que E.M. Delafield nos presentó a su criatura. Ambos títulos, por supuesto, dejan al personaje de Fielding convertido en una mancha espasmódica que se retuerce en el suelo.

Va a ser cierto que siempre ha habido clases. Incluso entre las superadas.

E.M. Delafield. Trad. Patricia Antón. Libros del Asteroide .Barcelona, 18,95 euros

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