Grosso modo, distingo los escritores que crean lenguaje de los que crean historias, personajes o mitos. Herman Melville pertenece al segundo grupo. Un autor que emite páginas a su velocidad no tiene tiempo de pulir el lenguaje ni la veracidad de lo narrado. Ajeno pues a todo rigor histórico acerca de las Galápagos, Melville las vincula a Perú, confunde a su descubridor e ignora a Darwin entre sus visitantes. Pero, como bien apunta el prólogo, la verdad no debe imponerse a la literatura, máxime cuando la verdad es inerrable y esquiva. A partir de ahí, en sus desoladas y poco amables descripciones de las islas y sus habitantes, ¿qué le queda al lector? Le queda el universo Melville, los corsarios, la búsqueda literaria del mal, y una ironía amarga puesta al servicio del análisis del hombre.
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