por derecho

Ensoñación junto a San Pedro

Ya entrada la noche del Miércoles Santo el caminante busca la plaza de la Alfalfa, donde se encuentra con la espalda lacerada del Cristo de Burgos que asoma detrás del travesaño, cuando el paso encara la calle de San Juan camino de Boteros y Sales y Ferré, precedido de nazarenos y seguido de penitentes. Entonces, venciendo el cansancio de los días anteriores y de las horas previas, puede intentar acercarse a San Pedro, con un respetuoso serpenteo entre las filas de la cofradía. No en vano, serpenteo, callejeo y cangrejeo son las tres maniobras que el sevillano aprende desde la cuna para desenvolverse con éxito durante la Semana Santa, del mismo modo que acotar, aforar y vaciar son los verbos públicos, desgraciadamente necesarios, que impiden conseguir el fin de tales maniobras.

Al llegar, la plaza del Cristo de Burgos, con su deliberada oscuridad, favorece el silencio de los presentes y ayuda a ese recogimiento en duermevela que ayuda a uno sentirse en otro tiempo, más antiguo, recordado o anhelado, en el que la sociedad no había perdido aún la conciencia de la naturaleza propia de los días pasionales. El transeúnte se detiene y busca el sitio que le pide la perspectiva deseada, esa media distancia que permite ver llegar y acompañar discretamente el recorrido de las imágenes por la plaza. Se suceden las insignias y los tramos mientras que la memoria volandera selecciona los recuerdos de este miércoles, revisitando escenas atemporales, sin saber ya separar el presente del pasado. Vuelve entonces a sentir la brisa tibia de la tarde en la plaza de San Lorenzo, cuando espera al Cristo del Buen Fin todavía acompañado de los suyos o se adelanta a San Vicente con el deseo de arrimarse una vez más al palio de la Virgen de la Palma. Se desplaza luego el pensamiento a Santas Patronas, tan sola ahora como un tiempo repleta de público, para escuchar el corazón desgarrado de Manolo Pérez, que se rompe de nuevo en la saeta a la Piedad, con esa voz potente y llena de armónicos, que inundaba las calles desde Almansa hasta San Pablo. Vienen también ecos de la cuesta del Rosario cuando al caer la tarde la hermosura del rostro de la Virgen de Consolación, Madre de la Iglesia, nos invita a repetir: "Mientras mi vida alentare, mi corazón para ti; mas si mi amor te olvidare, tú no te olvides de mí", o la presencia salvífica en Francos de la Virgen de Regla, que amasó en sus entrañas el pan de la Eucaristía.

Prosigue la cofradía. La música de capilla, el incienso y los ciriales anuncian la llegada del Cristo, que viene muerto entre los cuatro hachones. Jesús exánime, barbilla hundida sobre el pecho, acaba de expirar tras decirle al Padre: "En tus manos encomiendo mi espíritu". Es un despojo. El corazón se acongoja, recordando las oraciones infantiles recibidas de los padres, de la abuela. Viene muerto por nosotros. La imaginación, caprichosa, lo ve ahora con sudario de tela y pelo natural, antes de la intervención de Gutiérrez Reyes -así le habrán rezado tantas generaciones- y evoca las otras tallas de este día y el mensaje, las palabras, que transmiten. El Cristo de la Salud de San Bernardo, quemado por el odio y renovado por la devoción de los suyos, ¿por qué no recordarlo?, por Santa María la Blanca, a la luz que se apaga de una tarde que ha sido luminosa, refleja en su rostro sin vida la paz de su palabra -"perdónales porque no saben lo que hacen"-. El Crucificado que exclama tengo sed, extendiendo la cabeza y la boca hacia un imaginario sayón piadoso, nos pide unas gotas de amor que alivien su agonía. El de la Lanzada, en la eterna medianoche fría de la plaza de San Andrés, nos está diciendo con el agua y con la sangre de su herida, "todo está consumado", y el sabor añejo del misterio de las Siete Palabras por las calles de azahar de los barrios de San Vicente y del Museo, recoge el rumor de la voz moribunda de Cristo que se dirige a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo" y al discípulo al que más quería: "Ahí tienes a tu Madre".

Se aleja el Cristo de nosotros. Vuelven a pasar los nazarenos. El cansancio se mezcla confusamente con un sentimiento impreciso que todavía no es nostalgia. La inminencia del Triduo Sacro no disipa la sensación de que se precipita hacia su final la Semana más esperada. Mientras, los sones fúnebres de Tejera apagan los ecos de la lejana saeta al Señor en la puerta de la Iglesia. Llega la Madre de Dios de la Palma, todo rojo su adorno sobre saya oscura, reina de mirada perdida que busca la cruz de su Hijo. Suena Soleá dame la mano. La Virgen pasa. La emoción asoma tímida a los ojos. Theotókos. Ahí está todo, el núcleo del misterio se hizo verdad en el seno de la Iglesia. Trinidad, Encarnación, Hipóstasis, todo lo condensa este dogma mariano. Fue en Éfeso y el pueblo organizó para celebrarlo la primera procesión en honor de la Madre de Dios.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios