Puede que no sea la mejor poeta del mundo. Ni falta que me hace. Escribo sin modelo, a lo que salga, y os atraco a punta de poema con una ternura de cañones recortados.

La gloria no la busco -ya la tengo en mi nombre-; vengo de abajo y tiro hacia arriba. Le leo versos al hombre más sencillo del universo mientras saco palomas de mi sombrero asombrado.

De meses yo era, dicen, una niña delgada. Me gustaban los gatos y las sillas de mimbre, creo que hablé muy pronto y, en vez de decir pa-pa, decía cosas raras en un idioma extraño. Luego me puse enferma y tosía bajito.

A los nueve años me pilló un carro y a los catorce me pilló la guerra -quise ir al frente a pararla, pero me detuvieron a mitad del camino-. Toda mi infancia la pasé con el deseo de asomarme a unas ventanas que no existían.

He estado al borde de la tuberculosis, al borde de la cárcel, al borde del amor. Y ahora estoy aquí, al borde de la playa. Aunque, a veces, estoy más sola que yo misma, tengo una biblioteca clandestina y siete pisos francos llenos de amigos y latas de conserva.

Cuando peor me sentía vi reflejada en el lago una mirada infinita y me quité la piedra del cuello. Cambié el vestuario por blusas alegres que saqué de mis armarios. Me liberé de la angustia huyendo de la quema a lomos del humor.

He visto a Dios en los suburbios y en la angustia de un hombre que compra alpargatas. No me importa si el mar es infinito o si la rosa se abre, mientras haya en mi barrio una mesa sin patas, un niño sin zapatos o un contable tosiendo. No quiero pararme en la flor, sino en los mendigos que se afeitan sin jabón en el espejo del río.

En mi puesto del Rastro vendo hornillos eléctricos, trajes de torero, revistas francesas, monos amaestrados. Algunas tardes me da por robar almas en los tranvías llenos. Hablo con los pobres y rezo en los museos. Aunque soy diputada en cortes de mangas, ceno apenas un caldo y me visto en las rebajas. Los domingos compro libros de viejo y me meto en las tabernas.

Soy alegre y afable en el invierno, en el verano piso por la playa, en el otoño pliso los visillos, estoy como una cabra en primavera. Sé escribir, pero en mi pueblo no dejan escribir a las mujeres.

A veces el poeta no sabe si coger la hoja de acero, sacar punta a su lápiz y hacerse un verso o sacarse una vena y hacerse un muerto. Yo voy tirando a brochazos, pero vivo de milagro. Y aunque estoy entrenada y siempre resucito, he decidido no morirme nunca más.

En el centenario de Gloria Fuertes

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