Vaya por delante que nunca he viajado en crucero y, por tanto, asumo que mis observaciones -puramente teóricas- carecen del necesario contraste que sólo puede obtenerse con una concienzuda investigación de campo. Las vacaciones en crucero son una modalidad de asueto veraniego relativamente reciente.

Lo que antaño era prerrogativa casi exclusiva de aristócratas y gentes pudientes ahora se ha convertido (por gentileza de la financiera de El Corte Inglés) en un producto al alcance de los bolsillos más depauperados. La idea consiste en visitar el máximo número de países (Italia, Túnez, Grecia, Croacia...) en poco más de una semana (garantizando por supuesto al crucerista un notable batiburrillo histórico-artístico: "¿La fuente de los cuatro ríos no la vimos en Nápoles?". "No mujer, allí fue "el Panteón de Agripa, la fuente está en... Venecia") aunque con la ventaja de no tener que cambiar de habitación de hotel, ya que el alojamiento lo proporcionan los cruceros, una suerte de modernas arcas de Noé (eso sí, sin más animales que los homo sapiens) que recuerdan en configuración y apariencia al Poseidón aquél enorme barco de película al que una ola, también enorme, puso boca abajo. Decorados todos con un gusto muy cercano a lo hortera a imitación del transatlántico de Vacaciones en el mar (la serie es, a todas luces, la biblia donde se inspiran todas las empresas de cruceros) a estos barcos recargados de ornamentación, les sobran espejos, alfombras y lámparas de araña.

Entre puerto y puerto los viajeros disfrutan de las instalaciones y servicios del lujoso buque: pueden refrescarse en una de sus múltiples piscinas, hacer jogging por las diferentes cubiertas, practicar aeróbic en alguno de sus sofisticados gimnasios o aprender a bailar salsa con monitores autóctonos del Caribe. Todo el personal del barco está a disposición del turista invitándole a participar en estrambóticas actividades en las que, ayudado por una generosa ingestión de cócteles, es muy probable que termine haciendo el ridículo.

Sin embargo si hay algo que pueda considerarse la quintaesencia de los cruceros es el asunto de la comida. Por mor del todo incluido en estos viajes se come -y se bebe- de todo y a todas horas. Ya sea en bañador, de sport o en traje de gala en la cena en la que toca hacerse la foto con el (sufrido) capitán. Una vez embarcados al personal parece despertársele el ancestral instinto de los cazadores-recolectores, esto es, cuando encuentras alimento, comer hasta reventar porque no ves nada claro cuando volverás a tener ocasión de hacerlo. El balance final son unos cuantos kilos de más y una colección de selfies con la que torturar a amigos y familiares.... a no ser que se tenga la suerte de vivir una peripecia como la del Titanic.

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