Cada año por estas fechas no me resisto a escribir sobre el 11-M. La capacidad de olvido de la sociedad española sobre este asunto es sorprendente. Nunca hemos tratado bien a nuestras víctimas, ni a las de la dictadura, ni a las de ETA, ni a las más recientes de la masacre de Atocha. Y cuando las atendemos, lo hacemos selectivamente, como si las hubiera de primera y de segunda. Un país que se niega a investigar lo que realmente pasó en el mayor ataque terrorista en Europa, con mil y una incógnitas abiertas, es un país que se niega a sí mismo. Homenajes, flores, tweets de apoyo, los que quieran, pero todo el trabajo por hacer. Casi toda la verdad oficial del atentado genera tantas dudas que la hacen insostenible. No hay nada peor que ponerles adjetivos a la verdad. Si ésta es oficial, es que es una mentira muy gorda. No puedo imaginarme el sentimiento de frustración e impotencia de quien perdió aquel 11-M a su hijo, a su marido, a su pareja, viendo que nunca va a saber quién y porqué. El 11-M es la piedra de toque de una España enferma, doliente de omisión moral, impasible al dolor ajeno. El caso está cerrado, no sólo en lo judicial. Ningún partido del arco parlamentario muestra el más mínimo respeto por averiguar todo lo que queda por saber. Más grave aún, se ha extendido como dogma incontestable que cuestionar la verdad judicial es un acto de esquizofrenia conspiratoria. Un nuevo loco, el cineasta francés Cyrille Martin, hombre de izquierda, ha presentado un documental sobre el 11-M elaborado por una productora de tendencia anticapitalista- nada sospechosa pues-, que desmonta, como ya lo habían hecho otros medios e investigaciones periodísticas en nuestro país, la verdad oficial, oficiosamente mentirosa. Documental apenas mencionado por los grandes medios españoles. Exijamos la verdad, aunque nos duela.

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