En el momento en que escribo este artículo la tensión en Cataluña está a su límite. Es una historia propia de los culebrones sudamericanos, de las repúblicas bananeras y del humor negro de Alfred Hitchcock. Pero es real, está sucediendo, lo respiramos, lo vemos y nos lo tragamos. Intentando huir del tema, busco con desesperación otras cosas de las que pueda hablar, como que la próxima semana se celebra el día de todos los santos en el que se recuerda a los seres queridos que se han marchado con la habitual visita a los cementerios, donde las tumbas se llenan de flores y se convierten en un colorido jardín. En otros países, como en México, además de las flores se coloca sobre la tumba la comida favorita del difunto, porque existe la leyenda de que volverá para comérsela.

Pero antes del miércoles se nos atraviesa el martes y el llamado Halloween, festividad extranjera que no tiene nada que ver con las creencias y las tradiciones españolas, pero que cada día se arraiga más. Al caer la noche tendremos a un montón de niños vestidos con desagradables atuendos que llamarán a la puerta para pedir golosinas.

En cambio, muy gratificante y digna de emular es la costumbre estadounidense del Thanksgiving day o día de acción de gracias, que este año se celebra el veintitrés de noviembre y en el que la familia, reunida alrededor de la mesa, agradece al Creador lo recibido durante el año. El origen de esta celebración se remonta al año mil seiscientos veinte, cuando los llamados pilgrim fathers cruzaron el Atlántico y llegaron a Plymouth, en el actual estado de Massachusetts, en los Estados Unidos.

Más que monstruos de Halloween, el alma necesita la paz y el recogimiento. Una forma de lograrlo es alejarse del ruido de los necios y dar gracias por la vida, por el pan, por la familia, por los momentos sublimes y hasta por los fracasos, que nos recuerdan nuestras imperfecciones y nos señalan el camino que no debemos seguir.

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