Andan revueltos sobre la mesa de mi escritorio lo exámenes que tengo retrasados, y en ello estoy, intentando corregirlos a destiempo, cuando me pregunto en qué momento uno se da cuenta realmente que se ha equivocado. Pero no un poco ni por un momento, sino del todo e irremisiblemente, para siempre. Porque normalmente actuamos en la creencia de que hacemos lo correcto, incluso cuando adrede obramos incorrectamente.

Yo suelo dejarme llevar por la costumbre y, cuando comienza a dar la cara el calor abrasador, dejo que mis pasos se conduzcan mecánicamente hacia el levante. Siempre hacia el levante. Con mi familia en el coche, acariciando con la mirada a mi hijo que se ha dormido con los primeros traqueteos de la carretera, enfilo la autovía respetando cuanto puedo los límites de velocidad, atravesando el paisaje monótono en el que predominan los raquíticos invernaderos, los ensanches abandonados y las solanas y descampados disecados, viendo cómo al otro lado de los cristales se pierden por el fondo los caminos vecinales en los que, de vez en cuando, una furgoneta hundida sobre las ruedas traseras levanta grandes penachos de polvo. Y así me conduzco hasta que atravieso el tajo hondo del Rio Aguas. Ahí irremediablemente se me aceleran los pulsos y dejo que el coche se desahogue. Es a partir de ese momento en el que los sentidos se excitan por la intuición de la cercanía del mar, el olor al salitre, el azul del agua confundido con el del cielo para romper la dureza con la que se levanta del suelo Sierra Cabrera. Así mis veranos son Vera y Garrucha. El sol reverberando entre las brumas que se producen cuando las olas rompen contra la arena en la playa del pósito, los paseos vespertinos por el malecón o el puerto deportivo, las noches estrelladas en el cine de verano, bocadillo en mano, viendo cómo cruzan las lagartijas las manchas de luz que se forman en las paredes encaladas, los desayunos en la Cantina de Floor, el aperitivo en Escánez o la Terraza Carmona, las cenas a pie de playa en Maraú...

Y aunque el turismo descontrolado falsea la imagen de los pueblos, robándoles su encanto natural para sustituirlo por el artificio de lo que resulta atractivo para el comercio y el negocio, lo cierto es que la comarca levantina ha conseguido escapar de esa impostura, no sé por cuánto tiempo, conservando aún las trazas del lugar que fue en aquellos años en que yo conocí Almería.

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