Dilecto A.

Te confieso que me he emocionado al reconocerme en algunas de las decisiones que adoptan los personajes

He de darte la razón. La última película del noruego Morten Tyldum: "Passengers", plantea al espectador gran parte de los interrogantes que, desde antiguo, atenazan al hombre en ese arduo camino que recorremos para, en el mejor de los casos, llegar a aceptarnos como tales, asumiendo con resignación que la mayoría de nosotros no somos ni ángeles ni demonios, sino, y al mismo tiempo, un poco de ambos. La necesidad de transformación, representada por el viaje y el abandono de todo aquello que resulta confortable, el cautivador atractivo de lo que simplemente es desconocido y nuevo, el amor y el odio, como dos caras de una misma moneda, el miedo cerval a la soledad, al sufrimiento, a la muerte, el suicidio como opción de vida y, lo que para mí resulta más complejo, la eterna y continua lucha ética que se produce en nuestro interior cuando enfrentamos lo que creemos que debemos hacer con lo que, finalmente, somos conscientes que hacemos. Esa pugna que nos habita…

Te confieso que me he emocionado al reconocerme en algunas de las decisiones que adoptan los personajes, al afrontar de cara mi propia imperfección y convencerme así de que no es fácil aventurar en frío cuál pueda ser nuestra respuesta a los extraordinarios retos que, antes o después, la vida nos depara. No solo pienso en grandes encrucijadas, como la conciencia de nuestra propia muerte, del tiempo que nos envejece o de la enfermedad con la que vivimos sin llegar a acostumbrarnos nunca, qué se yo, sino también en todas aquellas pequeñas decisiones que, aparentemente inocuas, sin embargo son capaces de cambiar el curso de una vida. Sí, ya sé que tú podrías imaginarte en esas situaciones, verte reflejado en ese momento, pero lo cierto es que la reacción a lo que puede ocurrir de forma súbita e inesperada, casi siempre, será también sorpresiva para ti mismo, para mí mismo. Lo sé bien querido A. He decidido volver a verla en una sesión a deshoras, intentando que de esta forma no molesten, como ayer, los jóvenes a quienes les importará un carajo lo que yo pienso -ellos, como lo fuimos nosotros, tan inmortales, tan ausentes y despreocupados-. Y aquí me tienes, hundido en el sillón, con los tobillos encabalgados el uno sobre el otro, mordiendo la solapa de mi chaqueta y las manos escondidas en los bolsillos, jugueteando con unas monedas, preguntándome una sola cosa: y tú, ¿tú la habrías despertado?

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