El alargamiento del cuerpo, la nerviosa angulosidad del sudario, la búsqueda del naturalismo, la regia expresión del dolor… Volvemos al patetismo del último gótico de las primeras décadas del siglo XVI. Y de nuevo la figura del escultor Pedro Millán emerge como casi obligado punto de referencia. El Cristo de las Aguas de la iglesia de San Dionisio es otra de esas tallas que se relacionan en Jerez con ese atrayente artista de la Sevilla de aquella época, o con su entorno más inmediato. El crucificado de la parroquia del Perpetuo Socorro, comentado aquí hace unas semanas, o el más conocido Cristo de la Viga de la Catedral son otros ejemplos de atribuciones a Millán. Un conjunto de tres sugestivas esculturas, con rasgos comunes aunque también con acusadas diferencias que hacen poner en tela de juicio no ya una misma autoría, algo que parece insostenible, sino incluso la pertenencia a un mismo círculo artístico. De hecho, en un reciente estudio sobre esta imagen, Isabel Almagro Franco ha expresado agudamente también sus dudas al respecto. Sin embargo, lo que sí se muestra ante nosotros de manera clarividente es la calidad de este Cristo Yacente, la excepcionalidad de su tamaño natural, de su concepción aislada, ajena a un grupo escultórico, pero también la ausencia de una función procesional, así como que nos haya llegado sin alteraciones de importancia, salvo los inevitables repintes y barnices. Con todo, esto último no ha camuflado su sutil policromía, que deja hasta entrever las vetas de la madera de castaño en la que se talló. Hoy desplazado de la capilla que presidió durante siglos, apenas queda sólo ya el recuerdo de su fama de milagroso, de favorecedor de las lluvias en tiempos de duras sequías. Las funcionalidades litúrgicas de los espacios sacros y las devociones cambian. El arte, pese a todo, permanece.

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