En 1883 se inaugura el monumento al alcalde Rafael Rivero en la plaza que ahora lleva su nombre. Este personaje clave del siglo XIX local fue promotor de la traída de aguas desde Tempul, de la llegada del ferrocarril o de la creación de la caja de ahorros. Un sobrio pedestal de piedra y un elegante busto de bronce forman el conjunto, sencillo y nada pretencioso. En 2017 Rivero resiste, aunque ahogado en una selva de palmeras (y terrazas). Lejos del centro, en la Avenida Reina Sofia, una rotonda espera recibir un monumento de cinco metros de alto y de discutible calidad artística. Estaría dedicado a una imagen mariana de advocación desconocida por la mayoría de los jerezanos. El concejal de cultura pone en duda su idoneidad. El AMPA del colegio que lo ha costeado amenaza con denunciar al Ayuntamiento por no cumplir las promesas del anterior equipo de gobierno. Por desgracia, el debate se centra por parte de algunos partidos en lo ideológico. Sin embargo, el anuncio de la creación de una comisión que valore las cualidades formales de estas obras y en la que se integren especialistas es una buena noticia, aunque haya que acogerla con las debidas cautelas. Porque de lo que no hay duda es del descontrol y falta de criterio con que se ha dado entrada en el espacio público de nuestra ciudad a este tipo de piezas. Hace tiempo se destapó la Caja de Pandora, bajo los auspicios de conceptos estéticos oscuros, y de intenciones clientelares muy claras. Ahora es una triste y fea realidad palpable en numerosos rincones y, lo peor, una epidemia que quiere seguir creciendo. Por ello, cabe reflexionar si, aunque nos salgan gratis, es asumible que un grupo tenga el derecho a imponernos al resto de ciudadanos estos monumentos. Y cabe pensar si somos de verdad conscientes de la deplorable imagen que a través de estas esculturas damos como ciudad.

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