Hace ahora 400 años, en 1617, Juan Martínez Montañés se hacía cargo de manera definitiva de la ambiciosa obra del retablo mayor de San Miguel. Si bien el proyecto tuvo su inicio ya en 1601, su materialización se prolongó durante décadas, tras sucederse varios diseños, renunciar al trabajo otros imagineros que en un principio iban a colaborar con Montañés y acontecer continuos incumplimientos en el pago y en la entrega de las distintas piezas. Pocas parroquias como la de San Miguel, la más rica de Jerez y una de las más opulentas de la archidiócesis hispalense, podían permitirse costear un grandioso conjunto creado por el más cotizado escultor de la Sevilla del momento. No obstante, las relaciones con él nunca fueron fáciles, bien por falta de medios económicos o por la altiva y difícil personalidad del artista. De hecho, poco antes se le llega incluso a demandar por el desmesurado precio que exigió por el retablo. Como es bien sabido, aún en 1641 las labores no habían concluido y al final se terminan traspasando a José de Arce.

Parece que hacia 1630 Montañés hace el relieve dedicado a la Ascensión, cuya festividad se celebra precisamente esta semana. Quizás por su altura, en el ático, no es de las partes más conocidas ni valoradas del retablo. Ciertamente, se observa la mano del taller en él, aunque no por ello carece de calidad ni interés. Cristo se eleva a los cielos en presencia de sus discípulos y su Madre en una composición muy clásica, ordenada y simétrica, que toma como modelo un relieve anterior del mismo tema del también montañesino retablo de Santiponce. Sin embargo, en Jerez el tratamiento más sintetizado de los paños y la mayor gesticulación de las figuras nos hablan de un Montañés más avanzado y barroco. Una extraordinaria policromía completará la talla de esta escena, fragmento olvidado en un todo imborrable.

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