España

Las relaciones entre Aznar y Rajoy

La clase política, la española y la del resto del planeta, es muy previsible. Nuestros próceres dejan mucho que desear cuando se salen de la hoja de ruta del discurso partidista. Ahí se muestran magistrales, como Zapatero y Rajoy en sus dos cara a cara en marzo, en los que las respectivas lluvias de datos sólo dejaron un asomo de soleada improvisación con el buenas noches, buena suerte del uno y la niña del otro. Falta, a todos los niveles, espontaneidad, la llave del alma, pues es entonces, cuando la lengua se emancipa del discurso cuartelero, cuando se ve qué yace entre las sombras de la palabrería y la pamema.

Por eso es de agradecer que de vez en cuando nuestros líderes nos sorprendan con alguna confesión pavana como Rajoy al afirmar que su relación con Aznar es "muy buena" aunque no "intensa", ya que el número uno de los populares -alega éste- sigue en primera línea de la vida política y el ex presidente del Gobierno ya la abandonó.

Rajoy siempre guardará un profundo agradecimiento al hombre (unos le ponen el prefijo pro, otros el sufijo cillo) que le aupó a la poltrona de la calle Génova después de que el dedazo basculara intrigante entre Mayor Oreja y Rato. Pero el champán se heló en la nevera con la derrota del 14-M y Rajoy tuvo que deshacer las maletas descompuesto y sin La Moncloa, aunque no se ha atrevido a desembarazarse hasta hace bien poco del equipaje político que le legó su mentor. Ahora, con el segundo (e inapelable hasta para los más forofos) traspiés consecutivo en unas generales, Rajoy ha metido la mano en el baúl nominal y esencial para construir un partido más simpático.

Vale. Lo que no cuadra es eso de que su relación con el (ex) jefe es muy buena sin ser intensa. A tenor de los datos públicos y notorios (el uno dice del otro que no entusiasma, el otro se quita de enmedio al uno en la clausura del congreso en Valencia), el primer aserto parece falso. De lo que no cabe duda es de que las relaciones humanas sin vínculos de sangre están condenadas a mirar de reojo al desastre y no digamos si de por medio hay un autocomplaciente encantado de conocerse.

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