No podrán decir los independentistas fanatizados que no se les ha dado la posibilidad de reconducir la situación, ni que no se atienen a razones los que sólo tienen por credo sus propias consignas partidistas, los que se tragan las mentiras sabiendo que son mentiras, los que se encogen de hombros ante el empobrecimiento y el aislamiento que se avecina; no podrán decir que el Estado no les está dando oportunidades de corregir los muchos errores cometidos y que recuperen el sentido común. Pocos gobiernos de otros países estarían dispuestos a abrir más puertas a quienes se han colocado al margen de la ley, delincuentes de cuello blanco y escaño parlamentario.

Hay crisis profunda en el Govern; un porcentaje muy alto de catalanes han comprendido que la independencia traerá desgracias profundas en lo social y en lo económico, la justicia dejará fuera de juego a cargos relevantes que tenían su bienestar asegurado, varias de las empresas que se han ido han advertido que la marcha es definitiva, e inevitablemente eso tendrá consecuencias en el futuro y, por si no fuera suficiente, la imagen de Cataluña como región avanzada, culta, educada, europeísta y con clase, ha quedado por los suelos, con dirigentes que se dejan avasallar por antisistemas.

Por eso Rajoy, Sánchez, Rivera y miembros de otros partidos que defienden la Constitución siguen pensando que hay que insistir en ofrecer una salida a Puigdemont cuando está entre la espada y la pared. Es el president el único que tiene la prerrogativa de decidir y dar el paso que pondría fin a esta pesadilla. Ha ido muy lejos, pero aún está a tiempo de corregir los errores, aunque son tantos que la Justicia no podrá interrumpir su curso; pero sí se pueden paralizar querellas que estaban en marcha. No podrá quejarse de falta de generosidad de los constitucionalistas.

En su mano está tomar la decisión correcta, la que pone fin al disparate, o empecinarse y ser el president que salió de la política por la puerta de atrás.