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Análisis

Vaya papeleta, para todos, la de mañana

  • La falacia secesionista de que en las últimas elecciones autonómicas hubo un mandato de proclamar la independencia mediante un referéndum se está repitiendo en este 1-O

Pensando hacia atrás, tratando de comprender cómo hemos llegado al conflicto actual, hay que reconocer que un actor principal, el líder de ERC, ha tenido un discurso coherente desde hace años, antes y después de las últimas elecciones catalanas. Dentro de este discurso, uno de los elementos sustantivos es que los independentistas habían sido hasta ahora una minoría, pero la preferencia soberanista se ha ido generalizando entre la población en los últimos años. O que, al menos, ha sido lo bastante generalizada como para apoyar las acciones del parlamento y del gobierno catalán en esa dirección. No se ha medido esta supuesta generalización, pero se ha venido aduciendo que, precisamente, se ha impedido evaluarla mediante un referéndum.

Da igual que este referéndum no pueda ser legal ni realizable en el ámbito de la Constitución porque, en su opinión, habría bastado con la voluntad política de permitirlo. Es imposible rebatir a una persona que crea que la acción política está por encima de la ley o crea que la política puede superar los impedimentos que ésta establezca, sin cambiar la ley. Las pasadas elecciones catalanas no fueron un plebiscito, desde luego, pero estaba muy claro que no se estaba votando la simple selección de un Gobierno, sino la configuración de un Parlamento que de una forma u otra progresase hacia la soberanía de forma sustantiva. La sorpresa fue la insuficiencia de los apoyos al nacionalismo-soberanismo, con quienes quizá hubiese sido posible el diálogo; entiéndase por tal una concesión bastante de prebendas y privilegios, según ha sido costumbre secular. Pero esa escasez de apoyos determinó la necesidad de contar con los de un partido, la CUP, para el cual el referéndum del domingo y sus consecuencias, o la propia independencia, no son la finalidad en sí, sino sólo un tránsito para transformar el sistema político y económico del país, empezando por Cataluña.

En las pasadas elecciones catalanas los adalides de la independencia supieron definir muy bien el terreno, reduciendo el programa y la discusión al apoyo o no a su propuesta de iniciar la secesión. Y han venido sosteniendo que recibieron ese mandato y han actuado en consecuencia ¿Cómo iban a desatender la voluntad de los ciudadanos expresada democráticamente? Esta falacia es la que se intenta reproducir el primero de octubre. Sea lo que suceda mañana, han logrado un éxito: si se logra celebrar algo parecido a una consulta se habrá logrado eludir la acción de un Estado represivo, y si no se logra celebrar, el resultado será vendido al mundo como un triunfo sólo temporal de la represión.

El nacionalismo es un asunto de los sentimientos y no de la razón, por eso es irracional. Pero para defender este flanco débil el sentimiento se recubrió con apariencia de razón, postulando que la independencia es la mejor opción para el futuro de Cataluña. Esto se ha ido configurando como tal, por mucho que se haya dicho e incluso demostrado que es una mala alternativa, dadas sus seguras consecuencias. La discusión siempre ha estado en el terreno favorable a los soberanistas: el de la propia existencia de la independencia como opción, ante lo cual los asuntos de ciudadanía, integración internacional o viabilidad económica pasan a un segundo nivel, el de lo discutible o, peor aún, el de lo opinable; tal como todavía parece suceder con la permanencia en la UE, a pesar de lo que hayan manifestado recientemente algunos de sus máximos representantes.

Los ciudadanos nos hemos preguntado durante algún tiempo por qué no estaban claras algunas cosas básicas. Obvio es que los secesionistas han tomado ventaja de las incertidumbres que han existido y ahora ya da igual, porque a quienes sostienen la independencia a cualquier precio se han sumado los muchos que creen que impedir una consulta es una restricción inadmisible de las libertades básicas; por eso defienden el derecho a votar aunque sea para emitir un No.

El actual Gobierno de España, al que le ha tocado lidiar con la embestida, ha tenido cuatro comportamientos sucesivos bien diferenciados. Durante un tiempo negó la mayor, que la independencia fuese una opción y sólo meses antes de las elecciones catalanas, habiendo logrado reducir el déficit público y salvar la crisis de liquidez de los gobiernos regionales, comenzó a discutir las consecuencias de esa opción. Posteriormente trató de establecer una vía de diálogo que no dio ningún resultado, ya que los mandatarios catalanes, aunque les hubiese gustado, no podían discutir otra cosa que una senda pactada hacia la independencia, consulta incluida. Y sólo recientemente el Estado ha desplegado todas sus capacidades para impedir la realización de la consulta, despliegue policial incluido.

Nada de esto ha funcionado. Naturalmente que tendrían que haber sido puestas de manifiesto las consecuencias económicas y políticas de la secesión, sabiendo manejar ésta en el terreno de lo hipotético y no en el de lo posible. Pero esto tendría que haber estado hecho, por lo menos, desde la Diada de 2012. Y esto se habría podido hacer sin tener que reconocer la opción como tal, bastando con facilitar que se hubieran producido los estudios jurídicos, sociológicos, históricos y económicos rigurosos, de modo que hubieran emergido algunas islas indudables dentro del mar de confusiones en que se encuentra la ciudadanía y algún que otro actor político nacional. La verdad es que el principal partido de la oposición no ha ayudado en nada, ni siquiera reconociendo su parte de responsabilidad derivada del buenismo de Zapatero; de la irresponsabilidad de haber formado un gobierno tripartito en Cataluña con resultados lamentables; y de la indefinición en que se mantienen con la estructura territorial de España.

Han sido voces aisladas las que se han pronunciado durante todo este tiempo, y esto no se remedia con el apoyo y las frases de destacados dirigentes políticos internacionales. Entre aquellas voces hay que mencionar el mérito del libro de Borrell y Llorach Las cuentas y los cuentos de la independencia, que quizá llegó demasiado tarde para evitar el soporte social a las acciones políticas que han desembocado en el conflicto actual. Albert Boadella describió en un texto muy apreciable, Adeu, Catalunya, la circunstancia catalana que le llevó a exiliarse a Madrid. Camino que, según parece, algunos desearían para Serrat, nada menos, en la nueva Cataluña independiente.

Un buen número de catalanes ya no aprecia ventaja de ningún tipo en la pertenencia o en la inclusión en España, rebatiendo el hecho de que esto es lo que les hace formar parte de la Unión Europea, lo que sí consideran imprescindible, aunque parece que no todos ellos. Como hemos visto, se han minimizado los costes de la secesión o no se consideran realizables las amenazas de exclusión internacional, de modo que creen o les dicen, que la opción secesionista no tiene más coste que el de la creación de las estructuras de Estado, fácilmente sufragables con los mayores ingresos propios que esperan. Se comprenden que así piensen cuando más de una generación de ciudadanos han sido educados en la creencia de que la coincidencia de Cataluña y España es sólo geográfica pero no histórica, y que mejor les habría ido si se hubieran mantenido las anacrónicas instituciones que caracterizaron al último periodo de los Austrias.

Pero sí hay que reconocer una cosa. Gran parte de su ciudadanía tiene una ilusión y cree que sus líderes políticos tienen una visión y un proyecto para su territorio. Y esto ha estado ausente en el resto del país.

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