Defendiendo el tipo

Los límites del sustento

Dígase lo que se diga, el Carnaval no es precisamente una fiesta gastronómica. No quiere esto decir que en Cádiz se coma mal: el que venga a Cádiz por Carnaval puede comer estupendamente, pero ello no es debido a la propia fiesta, sino a que en la ciudad hay bares y restaurantes magníficos durante todo el año.

No tienes más que ver el reclamo de las llamadas 'fiestas gastronómicas' preliminares. Pestiños, erizos y tortillitas de camarones de inquietante aspecto, comidos de pie ante una una barra metálica, mientras un coro cofrade-carnavalesco desgrana sus trinos a través de una infame megafonía. Muy popular todo, pero el buen comer brilla por su ausencia.

No digamos ya durante el Concurso. Resultaría curioso saber cómo subsiste durante horas y horas, semana tras semana, el personal que vive dentro del Concurso: periodistas, expertos, analistas, miembros de los cientos de jurados, octavillitas en busca de agrupación, autores con bufanda, figurantes, especialistas en cameos y famosillos de casapuerta.

No sé, quizá sobrevivan a base de enchampelar pizzas y montaditos, alternando con otros alimentos ecológicos, pues viendo de qué están hechos se comprueba que ningún ser vivo -vegetal o animal- ha sido maltratado. Ya ves el significado literal de tentempié.

No es de extrañar que las agrupaciones no recurran más a lo gastronómico y a la buena mesa. En mi recuerdo queda la injustamente tratada 'Los rebañaores de ollas de menudo' (1999), chirigota del Yuyu, lo que tampoco es mucho decir.

Y en la calle, ah, la calle. Más de lo mismo, barras metálicas, mucho gollete, bolsas de patatíbiris y presuntos alimentos. No quiero, por piedad, recordar lo de hace dos años: 'El año que comimos peligrosamente'… y siempre queda la tartana de la Tere.

Llámame derrotista, pero no me negarás que al Carnaval hay que venir comido.

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