Cultura

La lógica en desorden

  • 'El arriero de 'La Providence''. Georges Simenon. Trad. Núria Petit. Acantilado. Barcelona, 2015. 144 páginas. 16 euros.

Siempre es un placer leer a Simenon. Y no tanto, o no sólo, por el enigma que se nos plantea, por el misterio pasajero con que urde sus tramas, sino por el modo en que Maigret ordena trabajosamente el mundo. Ya hemos dicho, quizá en demasiadas ocasiones, que la gran diferencia entre el noir continental y el hard boiled de ultramar es el carácter funcionarial o no de sus protagonistas. Maigret es un funcionario meticuloso y probo que piensa a través de su pipa. El Marlowe de Chandler, sin embargo, es un zaguero de rugby que va por libre y piensa con los puños. La singularidad de Maigret, en cualquier caso, es otra. Y es la misma que separa a Sherlock Holmes y Auguste Dupin del detective moderno.

En Maigret asistimos a la formación nebulosa y escalonada de una sospecha, que luego se verá corroborada o no por los datos. Esta nebulosidad es la que Poe y Conan Doyle y Agatha Christie orillaron en beneficio de la brillantez de sus héroes. Sin embargo, el pensamiento no funciona así. El pensamiento no funciona a la manera implacable del silogismo, sino al modo de una larga digestión que sólo a última hora nos proporciona la solución exacta. En cierto modo, la lógica hipertrofiada de Sherlock Holmes convierte al personaje en un hermoso cuanto irracional mecano. En el caso que nos ocupa, El arriero de 'La Providence', los hechos únicamente toman cuerpo cuando Maigret vislumbra la verdad apasionada y violenta que les dio origen. Bien es cierto que apenas llevamos un siglo de vecindad con el inconsciente, con toda esa materia residual y opaca que nos conforma. En Sherlock Holmes no hay pasiones secretas; sólo móviles con un trayecto predecible. En Maigret, las pasiones, los prejuicios, la esencial opacidad del carácter humano, forman parte del propio proceso inductivo. No se trata, por tanto, de tabular unos hechos, sino de asimilarlos hasta que exuden su material oculto. En esa larga digestión, vemos como Maigret bracea y duda y se interroga agarrado a su pipa.

No es ninguna exageración decir que Maigret se apoya en su pipa para pensar. Ahora bien, en ese pensamiento difuso ha entrado ya una categoría extraña a la lógica. Ha entrado la compasión. Han entrado esa tibia oscuridad donde el hombre y la bestia se confunden.

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