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New York, New York

  • Alfonso Armada desgrana en este volumen, ahora reeditado, su geografía sentimental de la Gran Manzana, donde vivió siete años como corresponsal

Una mujer contempla el perfil del Lower Manhattan desde la ribera de Brooklyn, en Nueva York.

Una mujer contempla el perfil del Lower Manhattan desde la ribera de Brooklyn, en Nueva York. / PETER MORGAN / archivo

Nueva York continúa siendo la gran Babel, la ciudad contenedor del mundo. No importa si hemos estado o no allí, cohibidos bajo las multiplicaciones de vidrio y acero, atolondrados entre el magma de la urbe. El cine, las canciones y las novelas nos han hecho estar allí sin movernos de casa.

Existió una vez un Nueva York petulante. Los más linajudos acudían a la ópera en carruajes, emperifollados, y cenaban muy finamente entre el tintineo de las espléndidas vajillas y los fosfones de los candelabros de plata (La edad de la inocencia de Edith Wharton). Pero también existió el Nueva York sucio y demente de Taxi Driver de Scorsese. Thomas Wolfe decía que la ciudad albergaba "el enigma que atormenta y maldice a todo el país". Antes de que Nueva York inoculara su dolencia, Walt Whitman cantó a la urbe incipiente en Mannahatta, que era la manera con la que el bardo de América llamaba a Manhattan.

A menudo Nueva York ha sido también la memoria de una balada, de un momento prófugo en el que sonaba un canción y veíamos caer la lluvia con el rencor de siempre: la nostalgia. Cantamos el Chelsea Hotel de Leonard Cohen, igual que cantamos a Coney Island con Lou Reed. En el karaoke de nuestra vida, achispados por el alcohol y por el martillo pilón del tiempo, nos desgañitamos más de una vez con el New York, New York de Frank Sinatra.

Los que éramos niños por entonces sabemos qué ocurrió aquel 8 de diciembre de 1980, cuando mataron a John Lennon en el edificio Dakota. Y, por supuesto, jamás olvidaremos qué hacíamos exactamente el 11 de septiembre de 2001 en el que dos aguilones del infierno se estrellaron contra las Torres Gemelas. Nada que ver con las risas de aquel divertido Manhattan de Woody Allen.

Nueva York es también una tira sin fin de escritores. Fitzgerald, Truman Capote, Dos Passos, Salinger o, como voces coetáneas, Philip Roth, Don DeLillo, John Berger, Paul Auster o, entre los más nuevos, la visión entre lírica y neutra que de Nueva York nos dejó el desconocido Teju Cole (Ciudad abierta). Entre los autores españoles, nos gustó el gran angular que unía las Ventanas de Manhattan de Muñoz Molina. Después vendrían Llámame Brooklyn de Eduardo Lago y otras variaciones acaso más olvidables.

Alfonso Armada (Vigo, 1958), periodista, escritor y poeta, ejerció como corresponsal en Nueva York entre 1999 y 2005. Antes de este Diccionario de Nueva York, reeditado ahora felizmente, había escrito su otro Nueva York, el deseo y la quimera. Quiere decirse que Armada, curtido en mil batallas -y no precisamente metafóricas- conoce bien la planimetría de la urbe, la Gran Manzana, el llamado Gotham. Su visión neoyorquina se desmenuza a modo de entradas de un diccionario sutil, personalísimo. El volumen se completa con varias crónicas escritas en 2001 para ABC al poco tiempo del tremebundo 11-S y, como broche, se incluye una coda poética.

Somos en buena parte las ciudades en las que hemos vivido alguna vez. No importa si vimos la luz en ella o no. Armada ejerció de corresponsal, sí; pero en realidad no hizo sino ejercer de paseante contemplativo. Nos gusta sobre todo cuando nos ofrece las estampaciones de la vida que hay tras la vida. Así, por ejemplo, esas historias mínimas de la gente que va en los autobuses o en el suburbano. Hemos convivido con los parias, locos y homeless de la urbe. Hemos aprendido a oler la comida rápida y a ver el fílmico humillo saliendo por las alcantarillas. Hemos contado el sinfín de chicles que hay pegados sobre las aceras como un incurable acné de puntos negros. Hemos conocido la historia de la suicida de Park Avenue South. Nos hemos asomado al delirio de Times Square, esa Troya de la publicidad. Hemos visto de otra manera los destellos del alba en los altos lapiceros del Empire State Building y el edificio Chrysler. Hemos recorrido los hoteluchos del Bowery, asistido a los conciertos en Carnegie Hall, paseado por las luces guiñadoras de Brodway. Hemos leído The New Yorker y el New York Times y hemos comprobado que no todo es desazón y miseria en el periodismo.

Y las ventanas, siempre las ventanas de Nueva York (recordemos de nuevo a Muñoz Molina). Habla Alfonso Armada del misterio baudeleriano de las ventanas cerradas, que de noche se iluminan con miles y miles de fértiles puntitos de vidas ignotas. "Las ventanas son los ojos de los edificios, los desagües de la conciencia". Quien ha paseado de noche por Gotham sabe que las infinitas luces prendidas son la vigilia de una conciencia. Pero no tanto de la quien mora dentro de una habitación, sino la de quien la habita desde fuera, mientras pasea, admira e imagina tal vez la escena inmóvil que, como tela de Hopper, tiene lugar allí mismo, bajo aquel fanalillo de luz artificial. En cierto modo diremos que el libro de Alfonso Armada es un diccionario de miles y miles de ventanas.

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