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De libros

Genio de incógnito

  • Siruela reúne la narrativa completa de Hermann Ungar, una de las voces más turbadoras de esa literatura centroeuropea de entreguerras que se balanceó entre el psicoanálisis y el expresionismo

El escritor checo Hermann Ungar (Boskovice, 1893-Praga, 1929).

El escritor checo Hermann Ungar (Boskovice, 1893-Praga, 1929).

Ungar, gran escritor judío en lengua alemana, se nos sirve finalmente al completo, con todos sus relatos cortos y nouvelles como piezas desgajadas gravitando alrededor de dos intensas y sorprendentes novelas, Los mutilados (1923) y La clase (1927), a las que la temprana muerte del autor -con apenas 36 años una peritonitis lo mató en 1929- dejó huérfanas e inexplicadas. Al menos Canetti pudo poner años y obras entre él y su Auto de fe, otro chirrido impreso sujeto a una parecida espiral autodestructiva, abriendo perspectivas en la obra de juventud escrita bajo el influjo de Steinhof, la ciudad de los locos; no así Ungar, cuya mirada al hombre herido de inacabamiento sigue poseyendo el breve legado, aunque en sus últimos relatos, incluidos los publicados póstumamente, el humor esté más presente, suturando -o al menos permitiendo nombrar de manera más precisa- el abismo entre lo real y los anhelos de su doble virtual: El viaje de Colbert, Mentirijillas. Diálogo entre cónyuges, El comerciante de vinos...

Aunque, para colocar a Ungar en la estirpe centroeuropea de demoledores del gran relato, antes se haya señalado su parentesco con Kafka (criaturas aplastadas que se autodelatan), Walser (la subordinación como especie sadomasoquista), Döblin (una entomología dirigida a los bajos fondos e instintos) o Freud (la intimidad reprimida y la subsiguiente neurosis triunfante), citamos antes a Canetti, porque resulta difícil esquivar el paralelismo entre las dos obras capitales: entre las enfermizas relaciones del empleado Franz Polzer y la viuda Polger en Los mutilados y las del erudito Peter Kien y la sirvienta Teresa en Auto de fe, ambas aceleradas por un incorregible acceso de buena educación (un paseo en la primera, el préstamo de un libro en la segunda) que constituye el efímero espejismo que, luego suspendido, precipitará la pesadilla destructora. Ambas historias, además, presentan una escena nuclear, que luego Ungar perfeccionará en La clase: la del hombre asexuado, misógino, enrocado, que desespera insomne en la larga noche de un delirio protagonizado por la mujer de al lado, ya cosificada y reducida a un histérico apetito sexual. Si Canetti -que llegó más tarde, ya en la década de los 30- retorció con su furioso esperpento el universo tal y como se crispaban los dedos de Cristo en el Tríptico de Isenheim de Grünewald, Ungar, su misterioso antecedente, resolvía la ecuación de las formas marginando el expresionismo por una acerada penetración psicológica que acaba igualando a sus personajes -muchos de ellos criminales o en proyecto de serlo- con una burguesía lectora a su vez amenazada por el resquebrajamiento de los diques de contención del subconsciente.

Ungar fue un maestro de la descripción de interioridades torturadas

Franz Polzer, y más tarde Josef Blau, protagonista de su otra novela, La clase, representan la prueba viviente del magisterio de Ungar, la descripción de interioridades torturadas. Blau es un maestro apocado, desconfiado y obsesivo al que el temor a la humillación por parte de los alumnos y a la pérdida de estatus social empujan a un torpe maquiavelismo; uno que le arroja a la cara el shock paralizante que sigue a la realización de una acendrada amalgama de miedos y deseos ocultos. Ambos se encuentran paralizados por esta cantinela del adentro que va estrechando sus versos y que el escritor pone en relación con el desvelamiento siempre amenazante para esa conciencia que hubiera preferido mantenerse siempre al margen, no pasar a la acción y, sobre todo, no dar que hablar. La escritura de Ungar nace así de este equilibrio roto (Los mutilados: "se había abierto la brecha por la que irrumpía lo imprevisto, esparciendo el miedo"; La clase: "La palabra pronunciada era irrecuperable. Empezaba su camino. Modificaba el mundo. Invocaba un destino que ya era insoslayable"), de la extraña maldición que se abalanza sobre la raza de los sometidos al orden establecido, cuando, a su pesar, se libran de la rutina endemoniada, y se aprestan a dar vida, a engendrar contra su voluntad; todo para mantener la fachada, como también le ocurre al militar del döblinesco relato judicial El asesinato del capitán Hanika. Tragedia de un matrimonio (1925), quien llega a explicitar otra de las leyes ocultas de los personajes de Ungar, la de ser capaces de soportarlo todo "con tal de que no lo sepa nadie".

Lo que dejan entrever estas poco más de 500 páginas que Ungar pudo escribir en vida, es un gran proyecto literario en periodo de afinación, no porque aún no estuviera maduro, sino porque tanto personajes (Polzer y su doppelgänger Blau, o el subalterno Modlizki que repite en El viaje de Colbert y La clase) como situaciones (sobre todo las de vergüenza y humillación) se repiten, se perfilan, se afilan, como si la "agria fuerza" que aquí admirara Thomas Mann buscara un camino para explicarse a sí misma, un horizonte de asunción que sólo pudo dejar pergeñado, casi invisible.

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