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Cine

Los niños de Welles

  • Se cumplen cien años del nacimiento del cineasta, que conoció el éxito de 'Ciudadano Kane', fue venerado por profesores y manuales y mantuvo una batalla siempre perdida con Hollywood.

"No descubrió nada, lo inventó todo. No inventó nada, lo redescubrió todo" (Libération).

Cuando empezábamos a estudiar cine y a hojear libros del tipo Las 100 mejores películas de la Historia, Ciudadano Kane aparecía siempre e indiscutiblemente en el puesto número uno de la lista. Los profesores y los manuales se afanaban en explicarnos las razones de aquella posición de privilegio: el enorme talento de su joven director, un wunderkind procedente del teatro y la radio, donde junto a su Mercury Theatre había orquestado toda una sonora Guerra de los Mundos para aterrorizar a Estados Unidos; la insólita libertad creativa para hacer la película que quiso y como quiso en el férreo sistema de los estudios, donde mandaban el productor y la marca de la casa (RKO); la portentosa fotografía en blanco y negro de Gregg Toland, con una gran profundidad de campo, objetivos angulares y tiros de cámara insólitos que permitían ver los techos del decorado; la novedosa narrativa con diversos puntos de vista sobre la enigmática historia de Charles Foster Kane, trasunto del magnate de la prensa William Randolph Hearst; las polémicas críticas sobre la autoría del filme y un largo inventario de méritos, denuncias, anécdotas y detalles que agrandaban su leyenda.

Sin embargo, y a pesar de los datos abrumadores y el beneplácito de la crítica mundial, al joven estudiante aquello no le parecía para tanto e incluso le avergonzaba reconocer en público que la película en cuestión le resultaba algo plomiza y discursiva. Cuando descubrió que, a pesar de todo, el segundo filme de Orson Welles, El cuarto mandamiento, este ya sí cercenado cruelmente por el sistema, era considerado por otros muchos críticos como su verdadera obra maestra de juventud, sintió un cierto alivio al sentirse parte de ese otro consenso que empezaba a apuntar ya que al buen y verdaderoWelles había que buscarlo no tanto o únicamente en aquel deslumbrante y mitificado debut, como en su épico y prolongado idilio con la derrota, en su condición de maverick, en su batalla sostenida y siempre perdida con Hollywood, en su afición incansable al trabajo en cualquier disciplina, al proceso antes incluso que al resultado, en tantas películas hechas a salto de mata y por medio mundo (Mr. Arkadin) o simplemente inacabadas, pagadas por el mejor postor o engañadas al mismísimo sistema (Sed de mal), en sus adaptaciones libres y mestizas de los clásicos de la literatura, de Shakespeare (Macbeth, Otelo, Campanadas a media noche) a Kafka (El proceso), de Cervantes (El Quijote) a Dinesen (Una historia inmortal); en su condición de artesano-bricoleur, en feliz hallazgo de Santos Zunzunegui, como devorador y montador incansable de materiales ajenos.

Pero, sobre todo, nos sentíamos cómodos en el consenso sobre el hombre, por encima de sus propias películas como director o como actor viajero en busca de dinero para autofinanciarse: depósito infinito de humanidad, melancolía y sabiduría antigua, disfrutón de la amistad, la comida y el buen vino, fanfarrón y vividor, turista de lujo en su amada España, la de Santa Teresa, las corridas de toros o la Feria de abril, mago, ventrílocuo y prestidigitador portentoso hasta sus últimos días de shows televisivos, fraude y magisterio moderno (The Other Side of the Wind) una vez más anticipado para las nuevas generaciones de cineastas que empezaban a llamarse independientes.

El tiempo, los manuales y las listas han bajado a Welles de aquel pedestal justo cuando celebramos el centenario de su nacimiento en Kenosha, Wisconsin. Otro genio orondo y excesivo, éste sí más listo para colarle al sistema su radical vanguardismo, Alfred Hitchcock, le ha usurpado el lugar de honor, Vértigo mediante, que determinan década a década el nuevo canon y le toman el pulso a la relación entre los críticos y la historia.

Con todo, Welles parece seguir generando un enorme interés en forma de documentales (Magician: The Astonishing Life and Work of Orson Welles, de Chuck Workman), películas (Me and Orson Welles, de Richard Linklater) o literatura, con sus exégetas oficiales (de Rosenbaum a Bogdanovich) publicando nuevos textos y desvelando nuevos proyectos truncados al caprichoso ritmo que marca su última viuda y albacea, Oja Kodar, aunque su cine, todo hay que decirlo, ya no se vea ni se aprecie tanto entre la joven cinefilia, que no parece precisamente afín a su barroquismo manierista, a su personal relectura de la Gran Literatura, al poder de fascinación de un personaje desbordante, hijo de otra época, fin de raza, capaz de anudar en su persona los estertores de la cultura universal con los prodigios de la técnica para las masas.

Quién sabe si, mientras escribimos estas líneas de recuerdo obligado, el cine de Welles no se está resituando de nuevo en lo más alto del canon cinéfilo de cara a la próxima década. Al fin y al cabo, todo es cuestión de ciclos.

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