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Crítica 'Los caballos de Dios'

Necesario, duro y desgarrador testimonio sobre la conversión al 'yihadismo'

los caballos de dios. Drama, terrorismo, Marruecos, 2012, 113 min. Dirección: Nabil Ayouch. Guión: Nabil Ayouch. Música: Malvina Meinier. Fotografía: Hichame Alaouie. Intérpretes: Abdelhakim Rachid, Abdelilah Rachid, Hamza Souidek, Ahmed El Idrissi El Armani.

El yihadismo tiene muchas escuelas. Se puede enseñar en países europeos a educados hijos de emigrantes integrados en la clase media, convirtiéndolos en asesinos suicidas; o se puede enseñar a desgraciados de países en los que la miseria cierra todas las puertas que hacen la vida digna de ser vivida a la vez que abre todas las puertas que la convierten en un infierno, ofreciéndoles una causa, una salida, protección para su familia, dinero, prestigio, martirio y una vida eterna llena de placeres. No sólo la miseria hace atractiva cualquier alternativa delictiva -máxime cuando el delito se encubre como causa sagrada-, no sólo la violencia vivida y sufrida desde niños hasta asfixiar toda compasión o bondad, no sólo la humillación poscolonial, no sólo los agravios de la miseria de muchos conviviendo con la opulencia de pocos, no sólo esa atroz explotación y violencia que por desgracia se da entre los propios miserables, es lo que hace de un chaval normal un terrorista suicida. Pero es igualmente cierto que la miseria, la violencia, la humillación y el agravio les pone las cosas más fáciles a los embaucadores.

Esta película escalofriante, triste, terrorífica y necesaria trata de cómo un niño que sueña con dejar atrás la miseria gracias al fútbol acaba convirtiéndose en un terrorista suicida. Un largo camino que la película recorre de forma implacablemente seria, sin retórica, desde su infancia hasta los atentados que sacudieron Casablanca el 15 de mayo de 2003. El protagonista vive en un gigantesco barrio de chabolas en las afueras de esta ciudad. Su padre tiene demencia senil. Su madre trabaja ocasionalmente en una fábrica. Un hermano está en el ejército, otro es deficiente y el que es un poco mayor que él es su protector en su calidad de chulo del mísero barrio. Trabajos miserables en los que unos miserables explotan a otros; el robo y el tráfico de drogas, además del yihadismo, son las míseras salidas que tienen. En la cárcel su hermano protector se convierte en un yihadista. Usando su ascendiente convencerá a su hermano pequeño y sus amigos para que sigan sus pasos.

En la secuencia de la moto y el cortejo de la chica -un breve interludio de raquítica felicidad- es posible evocar al Pasolini de Accatone. Pero en esta ciudad de chabolas marroquí las cosas son mucho más duras que en los suburbios romanos de principios de los años 60. La bondad, indefensión, aspiración a una vida decente y admiración hacia su hermano del protagonista -cuyo intérprete expresa admirablemente esa huella de la niñez que tantas veces pervive en el pequeño de la familia- hace más triste y emocionante (nunca sensiblera) esta durísima historia. El imán que los prepara resume bien la amenaza que pesa sobre todo el mundo: "Les aterramos porque amamos la muerte tanto como ellos aman la vida".

El mérito de esta película es internarse seriamente en una de las entrañas en las que crece este terror y este horror. Sin renunciar a una mirada llena de dolor y de rabia hacia quienes se dejan abducir por el fanatismo, lo que le añade una desgarradora complejidad humana. Por eso entristece tanto como aterra y cabrea. El marroquí Nabil Ayouch, que ya había tratado el tema de los niños de las chabolas en Ali Zaoua, príncipe de Casablanca, logra aquí su mejor película al saltar al abismo del terrorismo fundamentalista.

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