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Crítica 'La sombra del actor'

Indigestión de Pacino

La sombra del actor. Drama, EEUU, 2014, 112 min. Dirección: Barry Levinson. Guión: Buck Henry. Música: Marcelo Zarvos. Intérpretes: Al Pacino, Greta Gerwig, Dianne Wiest, Kyra Sedgwick, Dylan Baker.

Al Pacino es un gran actor porque quien tuvo, retuvo. Pero en su formación estuvieron presentes el método, el Actor's Studio y Lee Strasberg, a los que hasta hoy ha sido fiel. Y lo peor es que cada vez se le ha ido notando más. Se hizo mundialmente célebre con sólo dos películas en 1972 y 1973. Eran El Padrino y Serpico y las dirigían Coppola (antes de perder su talento) y Lumet (que nunca lo perdió). Pero sólo una década después, con El precio del poder de Brian De Palma, empezó a convertirse en una desmadrada caricatura de sí mismo. Como el bicho de Alien, el método del Actor's Studio crecía dentro de él sin que grandes directores lo controlasen. Michael Mann lo hizo en El dilema y Heat, Becker en City Hall, Newell en Donnie Brasco y tal vez -explotando su vena más pirotécnica- Nolan en Insomio. Y poco más. Barry Levinson, desde luego, no es uno de los directores capaces de ensillar y montar a Pacino.

Desde sus prometedores inicios con Diner y El mejor a principios de los 80 Levinson ha hecho faenas tan aseadas como planas. Sólo leer su larga filmografía -en la que figuran títulos en su día populares como Good Morning Vietnam, Rainman o Bugsy- dan ganas de bostezar. A sus órdenes Pacino es un caballo desbocado que galopa por toda la película a su enloquecido y libre albedrío, montando un numerito que, paradójicamente, resulta ser el único atractivo de esta mediocre, pedante, grotesca y ambiciosa obra. Ni contigo ni sin ti, Pacino, tienen nuestras penas remedio.

El guión, basado en la novela La humillación de Philip Roth, es obra del veterano Buck Henry (El graduado, Catch 22, ¿Qué me pasa, doctor?) quien en las últimas décadas sólo interviene en las nuevas adaptaciones de El superagente 86 en cuyo equipo televisivo figuró en los años 60. No está Henry a la altura de Roth en su adaptación, aunque también hay que decir que no se trata de una de sus mejores novelas. Trata del declive de un gran actor que cree haber perdido el don interpretativo, y con ello el sentido de su vida. Para su consuelo Eros y Príapo le dan por poco tiempo (¡la escenita del consolador!) los dones que Talía le niega, y su relación con una muy joven lesbiana que opta por la heterosexualidad tras abandonar a su compañera porque se está hormonando para operarse y convertirse en hombre. Si esto no les basta añadan a una compañera majareta del sanatorio, empeñada en que Pacino le haga el favor de asesinar a su marido, un pederasta que abusó de su propia hija. Las cosas de Philip Roth. No suficientemente matizadas por una ironía y un humor negro que nunca acuden a la cita (salvo en el pasillo de comedia del atropello del gato). Pedirle gracia o ironía a Levinson es como hacerlo a Rajoy. Todo está ambientado en psiquiátricos de lujo y mansiones, faltaría más: los ricos y famosos también lloran. Los apaños que el guión hace con la novela, tal vez para adaptarla a los desfases de Pacino, se ejemplifican en su final: si en la obra de Roth la pieza teatral que el protagonista interpreta es La gaviota de Chéjov, en el guión de Henry es El Rey Lear. Se supone que Shakespeare le da más juego a Pacino para montar un final truculento.

Desde el inicio -monólogo de Pacino mientras se maquilla antes de salir a escena- se huele la impostura de autor por parte de Levinson (¿por qué puñetas la cámara se mueve tanto si Pacino está sentado? ¿acaso va en un barco? ¿o es que Levinson entiende que en el cine intelectual, hondo e independiente la cámara debe sufrir convulsiones?). Pacino hipnotiza a la vez que harta. Aunque el hartazgo puede más que la hipnosis conforme el demasiado largo metraje de la película avanza a paso de caracol atormentado. Y pedante.

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