Cádiz

Vamos a mi playaUn secreto a voces en La IslaLa Casería es de pronto un imprevisto centro gastronómico

Vamos a mi playaUn secreto a voces en La IslaLa Casería es de pronto un imprevisto centro gastronómico

Vamos a mi playaUn secreto a voces en La IslaLa Casería es de pronto un imprevisto centro gastronómico

Es tan fácil perder la esencia, olvidar lo que se fue para entregarse a lo que todos quieren ser… Las ciudades y pueblos lo suelen hacer con mucha facilidad. No es verdad que la gente ame siempre sus señas, ni todas merecen sobrevivir. Pero a veces es sencillamente inevitable. Hablo de un caso especial e inaudito. No sé si tendrá equivalencia en otro lugar del mundo. Probablemente sí.

Es en el rincón más arrinconado de Andalucía, un pequeño entrante en un mar de ida y vuelta como es la Bahía de Cádiz, una tachuela sobre una masa de agua que cada día llena y vacia millones de hectolitros merced a esas mareas enormes. Se llama La Casería (sí, ya la conoce ¿verdad?), y aunque las autoridades insisten en llamarle playa la realidad se empeña en llevarles la contraria, puesto que no tiene casi arena y su fondo submarino es de un barro oscuro. El paisaje sí, es grandioso en su autenticidad, en un atardecer sin viento.

De siempre, dos bares, merenderos o chiringuitos (que cualquier denominación vale) habían servido para que los vecinos de la zona, y los pocos pescadores artesanales que quedan en el barrio más marinero de San Fernando, acudieran a tomarse un refrigerio, unas simples tapas en un entorno más que sencillo, ruidoso por muchos momentos, y para que los últimos hombres del mar de La Isla vendieran y dieran salida a sus discretas capturas de pescado, eso sí, insuperablemente frescos.

Hasta hace poco. Dos, tres años tal vez. Ahora (cosas de las redes sociales, digo yo) todo el mundo lo ha descubierto. Y todo el mundo significa exactamente eso: mucha gente con acentos y dejes diversos ocupan sus mesas sobre la arena, hacen necesario reservar (ese uso tan poco andaluz) con antelación. Ya no es fácil acudir un fin de semana y saludar a Ortiz, a Muriel o a Bartolo y sentarse sin más.

¿Merece la pena tanta atención? Rotundamente sí, pero con ciertas imprescindibles precauciones y certezas. Primero: si Muriel, el dueño del merendero La Corchuela, o cualquiera de sus camareros le ofrece a usted una bandeja de pescado, no dude de que es fresco, su olor lo corrobora tanto como el brillo de sus escamas y el rojo de sus agallas. Obviamente, le costará lo que vale. Si tanto ahí como en el Bartolo le dicen que hay camarones del porreo, parpujas, pejerreyes o chocos acepten que serán buenos, y no dude de que les merecerá la pena probar sus tortillas de camarones.

Las precauciones: no le extrañe que todo esto tenga una validez relativa en temporada alta o en fines de semana. Entonces tendrán que tener más cuidado, así como lidiar con ciertas improvisaciones o desajustes en el servicio. Inconvenientes de lo que, teniendo espíritu de barrio, se ha convertido en fenómeno de masas. Le salva su buena intención, y a ustedes les ayudará la pregunta sincera a los camareros o a los encargados.

La Corchuela (Muriel) tiene a veces guisos típicos e inencontrables en otros lados. El Titi (Bartolo) ofrece unas estancias inigualables sobre la misma agua. Elija usted y relájese: esto es La Isla, tan excitante y tan cabreante a la vez.

Y haga también lo que pocos: compruebe, unos pasos más allá, cómo el rincón antes lleno de chabolas de hojalata o tableros para guardar las artes de pesca y quizá algo menos presentable, se ha convertido en una muestra de colores en sus frágiles paredes, como si alguien hubiera querido convertir este mínimo asentamiento precario en una mini Jamaica al borde del mar de Cádiz. Y ya que estamos, si usted ha acudido a ver el mar, no lleve su coche hasta la orilla, no tape la vista, no sea malaje.

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