Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXXV)

  • Resumen capítulo anterior: Diego de Ustáriz ha sobrevivido a la explosión del polvorín del Castillo del Puntal. En una carreta vieja tirada por mulas, lleva los heridos hasta el hospital de San Carlos. Muchachos jóvenes que han muerto en nombre de la patria son arrojados a una fosa común en la Casería de Osio. Sólo le queda esperar su destino para enfrentarse a los gabachos.

Antes de ir al Arsenal de la Carraca, donde parece que finalmente tendré mi fingido destino, ando por aquí ayudando a surtir la botica de este hospital de San Carlos. Del listado de productos necesarios para la atención de los enfermos falta de todo y mientras el número de heridos aumenta, el de los medicamentos desciende en espera de nuevas remesas llegadas por mar. La población ayuda cuanto puede y mujeres de todas las edades se afanan sigilosamente por atender y consolar a los heridos.

Sin embargo, algo triste ocurre que violenta a doctores como Villarino y que crea rumores de fraude y de robo a los más necesitados. Nadie controla lo que entra y lo que sale en este recinto, y los enfermos empiezan a no tener los elementos más imprescindibles para su sustento, el vino, la leña, la carne y el pan. Son los hombres que sustentan con su valor nuestras casas, nuestras familias y nuestras propiedades, y que al dolor de sus heridas se le une el dolor del olvido y del desprecio.

Sirvan mis palabras para dejar huella y constancia de este atropello, mis ojos, que han visto la muerte de cerca, no logran acostumbrarse al egoísmo y a la avaricia de los hombres. Solo la caridad del monasterio cercano vigila por la suerte de estos hombres a los que nadie llora junto a sus camas.

La isla continúa siendo el centro político de resistencia al ejército enemigo, los cinco miembros que formaron en Enero el Consejo de Regencia de España e Indias prosiguen su trabajo con la excepción de Don Esteban Fernández de León, que por cuestiones de salud ha sido sustituido por Miguel de Lardizábal y Uribe como Consejero de España e Indias. El cuerpo diplomático, la Junta Superior de Sevilla, la de Cádiz, el Ejército, el Ayuntamiento, todos en definitiva, han reconocido la labor de este Consejo y la posibilidad de que a partir de él pueda formarse un nuevo tipo de gobierno. Esta es la esperanza de los hombres que deambulan mal uniformados y desnutridos por las salas del hospital, todos hablan de lo que escuchan y algunos, como el Sevillano, de lo que ha visto en los últimos días en su ciudad antes de poder escapar y presentarse en la Isla.

La puerta de Jerez en Sevilla es un reguero continuo de carros y carretas hacía los puertos, más de mil pidieron a los pueblos de la comarca y, llenos de municiones, cañones y pertrechos de guerra, inician una marcha siniestra para pedir la rendición de Cádiz. Las Iglesias de la Magdalena y Monte Sión se están demoliendo y los santos de los altares usados como leña para hacer rancho y calentar a los soldados. Todos los vecinos alistados en las milicias cívicas recogen las armas blancas y de fuego para agolparlas en las casas capitulares y, no conformándose con ellas, las de uso doméstico y las de labor son confiscadas sin importar la necesidad que de ellas hay para el trabajo.

Ando a tientas entre esta gente curtida en los combates, y ando presto y presuroso a escribir todo en este cuaderno que me acompaña siempre. Tantas cosas están ya recogidas en sus ya mustias hojas, recogen tanta información de lo que ocurre en esta parte libre de la patria, que temo perderlos en manos enemigas y que a través de sus líneas pueda descubrir no solo el amor que te profeso, también las intrigas y los resquicios infinitos por los que puede colarse el francés, prueba de los malos momentos que viven nuestros ejércitos.

Galicia está libre y los pueblos de Extremadura están siendo abandonados por unos soldados que ya no pueden subsistir por el daño continuo que sufren por nuestras partidas, no pudiendo sacar las contribuciones impuestas con el mayor de los sacrificios a los pueblos y aldeas. Huyen hacia Andalucía, donde de seguro los pueblos abatidos no dudaran en resistirse de un modo feroz. Y esto que han conseguido los gallegos lo hacen también los asturianos y no dudo, María, que de igual forma valerosa lo harán los andaluces, hombres íntegros y valientes acostumbrados a defenderse de los invasores. Todos hablan de las noticias que llegan en los barcos hasta el puerto de Cádiz, los hombres se aferran a ellas con la esperanza de que todo termine pronto y podamos volver a casa. Barcos llegados de Levante, como la Goleta San Antonio, cuentan lo mismo de Valencia, donde los franceses presionados por Blake huyen hacia Segorbe. Los barcos continúan llegando cargados de víveres y de nuevas guarniciones inglesas.

El fuego no cesa, y desde aquí la visión es rotunda. Los fuegos entre el Puntal y Matagorda junto al navío Paula han hecho daño al Trocadero y a las embarcaciones pequeñas que continuamente intentan acercarse a la costa. Los franceses construyen en Chiclana algunas barcas parapetadas, aunque por aquí se comenta que todas las que han intentado hacer de la misma forma se han ido finalmente a pique. Hombres nuevos, hombres jóvenes, han desembarcado hoy en cinco cañoneras provenientes de Ayamonte, no cesa el envío y la llegada de soldados, la causa no está perdida mientras los hombres sigan llegando a cubrir de gloria nuestro suelo ocupado.

Se nos ha ordenado que embarquemos a las ordenes del Teniente Coronel de Ingenieros Dº Joaquín de Rivacoba y Dº Ramón Miró, Capitán segundo de Cataluña. Acompaño a unos doscientos hombres entre soldados, salineros y carpinteros hacia el Portazgo. Dos obuseras y una cañonera nos van a cubrir mientras quitamos el tinglado montado en la salina y la casa de la Pastora. El fuego enemigo arrecia, nuestro objetivo, hacer un corte importante entre este lugar y el arrecife. Nunca he visto el peligro tan de cerca, una fuerte tempestad sacude los barcos y los hace estrellarse contra las fortificaciones. Los partes oficiales mandados por el vigía desde Cádiz, el piloto Aurelio Tavira, no pueden ser más explícitos, los vientos huracanados y la incesante lluvia parecían dar al traste con los navíos atracados en la bahía. Al Noreste, en la costa , han varado el navío portugués la María y los españoles la Purísima Concepción, San Ramón y Montañez, barcos de guerra que han destrozado sus palos. Aquí mismo el navío Plutón, desamarrado por el temporal, ha encallado esta noche en la Carraca, varando el Mercurio cerca de Puntales. Fragatas inglesas se han ido a pique junto a otras españolas a lo largo de la costa, sin que se pudiera hacer nada por su tripulación ya que la marea les empujó hacía fuera.

Mientras escribo estas tristes noticias que no hacen más que aumentar el desconcierto y la inquietud que vivimos en estos días, percibo en los hombres la locura que provoca este viento fuerte y rotundo que nos mantiene completamente mojados . Un viento que se cuela entre los resquicios de los barracones donde procuramos guarecernos cuando los embates de la guerra dan una tregua, un respiro, buscando un pequeño retiro donde las hojas de mi cuaderno no se mojen y mi triste uniforme pueda enjugar tanta y tan pesada carga.

Las violáceas ráfagas del fuego cruzado se confunden con truenos perdidos, el estrépito de uno y de otro no permiten descansar, en este mismo Portazgo donde nos ocultamos hay indicios de presencia francesa. Algunos traidores, aprovechando el temporal y alimentando sus deseos de avaricia, comercian y trafican con estos enemigos, especulan y dejan al descubierto las posiciones españolas.

Y la noche, la fría y tempestuosa noche, trajo al dragón francés hasta donde nos encontrábamos apostados. Como un espectro salido del vaho de los humedales, de los esteros y las salinas, se irguieron sobre los cuartos traseros de sus caballos y nadie pudo hacer nada. Los hombres, que intentaban protegerse del viento y del frío, fueron sorprendidos por un golpe súbito de pólvora que echó abajo la parte trasera del Portazgo. Todo fue muy rápido, y cayeron muertos sobre el fango mojado y lascivo, hundiendo sus cuerpos inertes en cuestión de segundos en la ciénaga que rodeaba los muros. Sentí un dolor profundo en mi pierna y apenas pude girarme para observar que sangraba desde la rodilla. Pasaron por mi mente los rostros de todos los hombres que habíamos partido juntos desde el Hospital y ya no veía más que rostros ensangrentados.

De pronto la calma y el silencio. Caímos presos de los que se habían hecho con la patria, y ya, herido y medio muerto, solo pude esconder mi diario en el interior de la chaqueta, en lo más profundo de mi pecho.

Diego de Ustáriz

En septiembre continuaremos con el CAPÍTULO 36

LA FARMACOPEA EN LOS INICIOS DEL XIX

Algunos elementos obligatorios de los que debían disponer una botica

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