Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXVIII)

  • Resumen capítulo anterior: Nicolás el hermano de María ha regresado de Sevilla. Su decepción por el trato dado a la Junta le hace tener serias dudas sobre sus ideas liberales. Diego de Ustáriz, visita la fábrica de fusiles de Cádiz. Los operarios se afanan por arreglar las armas inutilizadas francesas mientras que las máquinas de barrenar cañones trabajan de forma frenética.

Quintana está en Cádiz junto a su esposa María Antonia Florencia, hermosísima dama zaragozana. Aún recuerdo el día en el que contrajo matrimonio, apenas unas semanas antes de que precisamente yo viajara hacía esta ciudad de Cádiz a causa de la cruel epidemia de peste que afectaba la provincia en 1800. En el invierno de ese mismo año, y contando con veintiocho años, contagiaba de su espíritu ilustrado y su crítica política a todos los que ya éramos sus amigos. Por entonces ya escribía sobre las relaciones entre España y Francia, y compartía con Jovellanos ese espíritu entregado que produjera los cambios necesarios para reformar España.

Aún no lo he visto, los asuntos que me han tenido ocupado en estos días no me han dejado un momento para encontrarme con él, y María me ha hecho ver que sería conveniente dejarle unos días para que se instale en la ciudad y decida qué va a hacer. Sé que le han ofrecido la Secretaría de Interpretación de las Lenguas, y seguro que en un corto tiempo pondrá en marcha algún proyecto editorial como ya me comentó en algunas de sus cartas. Sabe dónde estoy viviendo y en cualquier momento me avisará para que nos veamos. Son momentos difíciles, ha trabajado fervientemente en Sevilla como secretario de la Junta. Sus ideales de lucha abierta, no sólo contra los franceses, sino contra todos aquellos que reniegan de la soberanía nacional y los derechos de los individuos, le han hecho destacar en la política, y son muchos los enemigos que ha generado su apuesta por la enseñanza, la educación como modo de frenar la tiranía. Enemigos como Don Antonio de Capmany, instalado también ya en esta ciudad y algunos otros amigos de Quintana como Arguelles, Martínez de la Rosa o el poeta Arriaza.

Estoy convencido de que los que le acusan de revolucionario y afrancesado, de jacobino e intransigente, no entienden que en la base de sus escritos está el apoyo a los más humildes, porque la fuerza de la nación está en sí misma y en los ciudadanos que la forman.

Sé que en la Calle del Molino, número 56, tenía preparada su residencia desde que supo que la Junta tendría que partir de Sevilla, así que imagino que allí estará instalado. Esperaré noticias suyas.

Los días se precipitan y con ellos el término del embarazo de María. Procuro estar con ella todo el tiempo que puedo en este incesante frenesí por almacenar noticias, después de haberme convertido en un relator de esta guerra. Continúa levantándose temprano, aun antes de que yo mismo abra los ojos, y se encamina hacía la calle de las Escuelas, donde le gusta leer, contar historias y columpiar a los niños que acuden a diario.

Sus padres la instruyeron en las artes y en las letras, y el amor que me profesa le ha hecho compartir mi idea de que la educación es la base para la mejora de la sociedad, idea por la que tanto hemos peleado desde la prensa.

Hoy he bajado con ella, y la miro entre los niños pequeños que se le aproximan; Antonio Cifuentes, maestro de esta escuela, está enfermo, y María, con algunas otras mujeres con las que participa en tertulias y actividades caritativas, se ha hecho cargo de la misma. La contemplo desde la puerta. Es temprano, y van llegando de la mano de sus madres, madres responsables que, quizás por el ambiente de esta ciudad, comparten la idea de formar a sus hijos y no entregarlos demasiado pronto a los pesares del trabajo.

Entran presurosos y confiados a un recinto pequeño, donde doce mesas alargadas de madera gastada les acogen. María les recibe, su abultado vientre le hace parecer más grande entre los pequeños, que le tiran de las faldas para que les haga caso. Y les lee en un tono afectuoso y armonioso, acompañando las palabras de gestos, que introducen a los críos en un profundo y cautivo viaje por los mundos secretos de los cuentos, que entreabren un lugar para la imaginación y que fascina a los pequeños. Las aleluyas, los romances y las estampas abren una puerta al mundo y al conocimiento ante la falta de libros. Las imágenes los cultivan, aunque de forma rudimentaria, en la historia, en los personajes, en el arte y en la literatura. Frente a estos aleluyas de pobres, postales, cromos y recortables, aquellos otros libros formativos y píos, catecismos y catones para aquellos niños de clases más pudientes y adinerados, que contaban con instructores particulares y privados.

Prosigue con voz tenue leyendo, sentada en la hamaca deshilachada del fondo del aula. En sus manos un libro, los Cuentos de Mamá Oca de Perrault, y de su boca la voz medio temblorosa de una caperucita asustada por encontrarse al lobo feroz en el bosque.

En su vientre mi hijo, que quizás sea protagonista activo de los cambios que se están produciendo en Europa, ahora que la niñez no es más que un trozo de la vida adulta, un ser independiente y solitario, que se dirige de un modo irremediable a la responsabilidad que le va a exigir la sociedad, muchos como Rousseau defienden la idea de la infancia, no es un adulto en pequeño, es otra cosa, es un niño.

Tengo recuerdos gratos de cuando era niño, y mi maestro Anastasio amontonaba en la mesa las piezas de fruta, tarros de mermelada, bollos y dulces con que nuestras madres les obsequiaban a diario. Recuerdo su voz rotunda mientras la regla de madera caía como una guillotina en nuestras pequeñas manos, y las canciones del pequeño patio junto al membrillo, tostado y cansado de nuestras bromas de niños y de las cantinelas continuas de las canciones de patio, y de los sones del columpio en el que Isabel, la niña de los sueños de mi infancia, se precipitaba hasta el cielo.

Hay cosas que uno recuerda como si se hubiesen producido ayer mismo ,y otras en cambio las olvidamos en el mismo instante en que suceden, como si la memoria quisiera protegernos del sufrimiento. Por entonces, con pantalón corto y de camino a casa de los abuelos, solía pasar por la hermosa Torre del Consulado, en el varadero del puerto de San Sebastián, donde los muchachos mayores estudiaban Náutica. Desde la parte superior de la misma miraban expectantes con sus instrumentos náuticos al horizonte, donde los mástiles de mercantes holandeses, escandinavos e ingleses se acercaban hacia un muelle en donde el olor a cacao y canela lo inundaba todo. De pronto los jóvenes estudiantes salían a la calle y, bien agrupados, cantaban en alto el lema del consulado: Giro la vuelta al mundo y al riego de mi sudor, toda la tierra fecundo, con la industria y el valor.

Me despedí de María desde el zaguán de la casa. Apenas me hizo un ademán, y me marché hacia el colegio de cirugía. El doctor malagueño Juan de Navas, catedrático y rector de dicho colegio, había consentido en recibirme gracias a mi amigo Ulloa. He leído algunas de sus obras sobre partos y lactancia, y tengo mucho interés en conocerle.

Sé que Teresa tiene todo preparado para cuando se presente la hora del nacimiento de nuestro niño; sin embargo, me preocupa que, no conociendo aún gente de confianza cercana a la casa, no pueda asistirla sola.

Diego de Ustáriz

Continuará

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