Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XXI)

  • Resumen capítulo anterior: Después de unos días en El Puerto de Santa María y comprobar el clima subversivo de la población contra los prisioneros franceses, Diego se dirige a Sanlúcar por mar en un intento de describir las defensas y fortificaciones en este lado de la costa.

HE logrado hablar con Justo Pérez, uno de los alguaciles de esta cárcel de Sanlúcar; al igual que en el Puerto, la existencia de presos franceses perjudica seriamente la convivencia en la ciudad. Mientras esperaba a José Nicolás Montaño para que me explicara los asuntos relacionados con fray José de Vargas, entró en el recinto una mujer pequeña y de rasgos afilados acompañada por un niño de meses y que a duras penas hablaba castellano. Se acercó a Justo en un intento de explicar el motivo que la llevaba allí, pero éste no logró entenderla. Yo, que conocía la lengua francesa, me ofrecí a interpretar sus palabras y me topé de golpe y porrazo con una historia cotidiana, de esas que seguramente eran comunes entre la gente corriente, pero que ahora en tiempos de guerra se convertía en toda una hazaña poder salir airosa de ella.

Enriqueta Porchie, nombre de esta mujer, había llegado a Sanlúcar embarazada y sola hacía algunos meses, siguiendo como esposa admirable a su marido, soldado de Dupont y hecho preso en Bailén. No le importó nada, ni su estado ni las dificultades del camino, ni tan siquiera y como así había ocurrido una vez aquí, no haber sabido nada de su esposo. Tuvo suerte y fue recogida por la familia de Dº José Navas, ayudante mayor de las milicias de esta ciudad. Aunque lo hizo por humanidad y con celo de buen cristiano, Dº José de Navas se quedó, para remediar los posibles gastos que Enriqueta pudiera ocasionarle, con la calesa en la que llegó dicha dama desde Lebrija. Pues bien, ahora, una vez ésta vendida, y habiendo llegado a Sanlúcar Fray Urbano Hidalgo, religioso de la orden de San Juan de Dios de Córdoba, y viendo la calesa, pedía que se la entregasen las autoridades, porque le pertenecía a ellos, ya que le fue robada en el saqueo de la ciudad cordobesa.

Enriqueta, requerida por las autoridades de la ciudad, hace constar, y lo hace a través de la traducción de mis palabras, que desconocía el origen de esa calesa y que ella se limitó a comprarla en Andújar.

Justo se limitaba a tomar nota de cuanto yo traducía. Al rato, cuando Enriqueta había terminado su declaración y se marchó, Justo hizo su propio dictamen de lo que ocurriría en este caso: el dinero que había obtenido Dº José de Navas por la calesa sería repartido con el fraile. Justicia somera y rápida en tiempos de crisis, en los que la compensación de todas las partes es la pretensión máxima de los jueces, hartos de tantos conflictos. Esto es lo que suele hacerse ante el extenso número de casos y faltas que tienen lugar en estos días con los que, hasta hace poco tiempo, vivían y tenían propiedades en estas tierras y, aunque de origen francés, eran hombres queridos y respetados por todos. Sin embargo, la guerra lo ha cambiado todo, y una enorme sed de venganza se ha instalado en nosotros.

En estas estaba cuando llegó José Nicolás Montaño, caballero de porte hidalgo, que, acompañado por un asistente, preguntó por mí al alguacil y, tras presentarse y sentarse a mi lado, desgajó con maestría la trama acaecida por el fraile.

-Mire usted, la conducta de este fraile ha sido abusiva con mi familia. Desde que mi mujer Dª Inés de Fuentes, lo eligió como director espiritual, pasó a serlo de las cosas temporales de mi casa, disponiendo de ella, viviendo largas temporadas. Hasta tal punto ha sido abusiva su conducta que, cuando muere mi esposa, impidió la conformidad en la liquidación de los haberes entre mis hijas y mis hijos políticos, dándose el privilegio de consultar letrados y poner en mi contra a mi propia familia. Es por esto por lo que he pedido al gobernador Dº Ignacio de la Cuesta, de esta ciudad, y al Vicario Dº Rafael Colón, que le prohíba volver a ella y que se quede en el Santuario de Regla.

No pude más que asombrarme, acertando a ver tras sus palabras un dolor escondido por algo que le costaba mucho exponer.

Por más de cincuenta días, este fraile, sin hacer caso ni tener en cuenta el escándalo que había provocado en la ciudad su comportamiento, se instaló en casa de su hija, de día y de noche, viviendo como el señor de la casa en ausencia de su marido, Dº Gaspar Manzanares, logrando solo que volviese al Santuario de Regla una vez que Dº Nicolás diera cuenta de todo esto al provincial de la orden y llegara a los oídos de este fraile Dº José de Vargas.

Los informes del gobernador de Sanlúcar, Dº Saturnino Salamanca, que el propio Dº Nicolás me trae para que los compruebe, aceptan el abuso de la confianza por parte del fraile; el informe, sin embargo, del vicario, Dº Ignacio de la Cuesta, intenta disculparlo por exceso de celo en sus labores. Junto a esto y ante mí, un Dº Nicolás desesperado compara al fraile con una sanguijuela adherida al cerebro de su hija.

A esto he limitado mi labor, a escuchar y anotar las palabras de ambas partes, y que yo mismo y mis lectores puedan comprobar con esto la iniquidad de los que se mueven por el dinero.

La noche, no contenta con ser el término de un día agotador, me reservaba otra sorpresa de camino a la posada donde estaba instalado. A las once, y de forma casual, me encontré a un cabo francés que vestía de medio cuerpo hacía arriba como húsar. Su estatura de algo más de dos varas y un tanto encorvado se entreveía entre los álamos del parque. Llevaba la cabeza vendada como una corona y cuyo lienzo manchado indicaba una fuerte e infecta herida de arma de fuego o de lanza. No dudé en ningún momento en acercarme a él, y juro que no fue por valentía, más bien este deseo innato y peligroso que me acompaña siempre de escudriñar los hechos que la vida desgrana a mi paso y de los que, de un modo o de otro, pretendo ser coprotagonista.

Se tambaleaba en la oscuridad y presto a caer al suelo, me aproximé y logré asirle de los brazos. Busqué a mi alrededor alguien que pudiera ayudarme, pero la noche era oscura, de esas en las que la luna huidiza se esconde no sé bien en qué lugar, y en donde la bruma del río arreciaba cierto frío, el de Octubre, que sobresale en los atardeceres y en las auroras.

No había nadie, solo yo y un triste, semidesnudo y herido soldado francés que reposaba en mis brazos. Yo, como una piedad, logré pronunciar algunas palabras en un francés lleno de miedo,- ¿quién eres? Podía haber preguntado algo más lleno de sentido, sabía ya que era francés, ¿acaso importaba su nombre o su procedencia, no era más importante saber qué le había pasado o qué hacía allí? Quizás si hubiera sido yo sacerdote, le hubiera atendido de otro modo, sabía que era probable que muriera, pero ¿qué era yo allí entonces?

Logró hablar "soy de Burdeos y soy luterano. Sé todo lo que ocurre en Francia y en España, la he atravesado, he luchado en Bailén y escapado del pelotón de presos que han llegado a estos pueblos. He estado escondido y enfermo, pero mi vida se acaba y quiero morir en paz".

Una tenue luz se acercaba hasta aquel lugar de muerte, el posadero, extrañado de mi tardanza, había salido a buscarme. Se dirigía hacía mí presuroso y yo, allí postrado con un moribundo entre mis brazos, sentí la guerra de golpe en mi cabeza. No sabía nada de este hombre que, indefenso, firmaba el armisticio y la paz entre los pueblos.

Un hombre que sellaba sus labios sin decir su nombre y que yo recordaré siempre como el valiente de Burdeos.

Diego de Ustáriz

Continuará

TRISTE DESTINO DE LOS PRISIONEROS FRANCESES

LA MISIÓN DESDE CÁDIZ 1809

POSTURA DE LA JUNTA DE BALEARES:

RESPUESTA DESDE LA JUNTA SUPREMA DEL REINO:

BUQUES MERCANTES QUE SE ENCONTRABAN EN PUNTALES, TROCADERO Y BAHÍA DE CÁDIZ CAPAZ DE TRANSPORTAR A LOS PRESOS:

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