Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Diario inédito de un relator apócrifo

Las crónicas de Cádiz (Cap. XII)

  • Resumen capítulo anterior: María avisa a su esposo que va a abandonar Madrid junto a su madre para dirigirse a Cádiz. Diego, aunque preocupado por los peligros que pueda encontrar en el viaje, se alegra de haber encontrado al fin la casa para su esposa.

De mañana, he estado en el muelle que es un hervidero de personas y de mercancías. El tumulto y la sensación de opresión que me producían los gritos de mercaderes y cargadores gallegos, se me asemejó al puerto de Nápoles, donde turcos e italianos discutían a todas horas por quién llevaba los productos hasta las tablas del mercado.

Pero al pasar por la Puerta del Mar, la oscuridad que la muralla procuraba hacía la parte del cantil se redujo y apareció ante mí un espectáculo indescriptible. Colores y olores se convirtieron en mi guía entre los numerosos puestos que se disponían de forma arbitraria a ambos lados de la Plaza de la Corredera de las Águilas, la Corredera, como aquí la llaman, plaza de San Juan de Dios.

Entre las carnes no faltaba la de carnero además de la de vaca, ternera y cabrito, el cerdo en embutidos de todos los tipos provenientes de las sierras cercanas. El trigo, en el repuesto público a fanegas, la cebada, el maíz, garbanzos y garbanzas, lentejas, alpiste, arvejones, habas tarragonas, habas comunes, quesos del país y de Flandes, bacalao a quintales, frijoles, arroz de la Carolina, arroz de Valencia moreno y superior, pasas de sol, manteca de Flandes, jabón duro o piedra, carbón y pan ahora ya de una sola calidad, suspendido por decreto la elaboración del pan francés o el de privilegios.

De verdad que no falta en ella producto alguno, ni de entre ellos los mejores. No importa el origen ni la procedencia, ni siquiera los cientos o miles de leguas que hayan tenido que recorrer para estar aquí presentes, a nuestra mano, por que en verdad os digo, que jamás he visto tantos y tan hermosas frutas, verduras, carnes, pescados y mariscos en esta plaza concentrados. De tantas formas y variantes, tan extraños y tan comunes que de verlos juntos uno no puede más que maravillarse, sobremanera cuando el país entero esta en guerra y levantado y en este punto de tierra en el mar enclavado todo está, todo preparado para el consumo diario.

Se mostraban exuberantes en colores y olores. Provenientes del otro lado del océano, a pesar de que los mares se volvieron peligrosos y los corsarios franceses, como el Príncipe Jerónimo de Morlaix con su capitán Lemoulee, atacan y roban sin piedad a los mercantes, llegaban puntuales a los abastos. La grana, granilla y polvo de grana, el añil en flor de Caracas o de Guatemala, el azúcar de La Habana y Veracruz, los jirones de algodón, azafrán, la canela y pimienta china, la pimienta de Tabasco, el café y la vainilla, la zarzaparrilla de Honduras y de La Costa, los cacaos de Guayaquil, Marañón y Caracas.

Había estado muchas veces, por cercanía a mi domicilio, en el mercado del Rastro de Madrid, que aglutinaba tablas, cajones y puestos en los que se mezclaba gran variedad de productos, desde calzado a comestibles. En este, los verdaderos fundadores del mercado, los matarifes y abastecedores de carnes, sacrificaban carneros y lo transportaban al por menor a las carnicerías de la Plaza Mayor, red de San Luis y Plazas de Santo Domingo y Antón Martín. Menuderos, triperos, panaderos, fruteros y pescaderos que se agolpaban hasta la calle la Ruda donde se colocaban las verdulerías. Las tahonas y panaderías de Lavapiés siempre bien abastecidas, como la de Agustín Peña y Raúl López, producían hasta dieciocho fanegas diarias de pan español.

Este mercado de Madrid, comparado sólo con el de la Plaza Mayor, siempre me resultó una forma enriquecedora de aprovechar mis paseos matutinos. Bodegas y tabernas de comida para pobres como gallinejas y menudos, conformaban un paisaje heterogéneo de gentes y productos variopintos, encurtidores, zapateros, guarnicioneros, vendedores de ropas y muebles usados. No faltaban los productos de los pueblos cercanos a la capital del reino, que aprovechando la festividad de San Mateo, eran expuestos por sus vendedores en la plaza de la Cebada.

Pero esto que me encontraba en Cádiz, no era comparado a nada de lo que había visto con anterioridad. Cuando estuve aquí hace ocho años, la ciudad entera se me antojó un gran zoco, las tiendas y establecimientos estaban presentes en todas las calles de la urbe, daba igual la importancia de la misma o sus dimensiones. Los escaparates y la manera de mostrar los productos y manufacturas que en ellos se vendían eran dignos de los mejores pintores, y hoy continúan casi viviendo de espalda a la cruenta afrenta bélica, luciendo con las mismas galas. La sombrerería de la Plaza de San Agustín, el precioso y coqueto almacén de lencería de la Plazuela de las Viudas, la de loza y cristalería de la calle Flamencos, la de seda y tafetanes de la Calle de la Magdalena en el barrio de San Carlos, por sólo citar algunas, dan muestra a cuantos las contemplan de que en esta ciudad se sabe de menudeo y se conocen los mejores productos del mundo y están dispuestos a traerlos para quienes estén en condición de consumirlos.

De igual forma estaba engalanado el mercado. Los policías de abastos vigilaban que la normativa municipal en cuanto a pesos, medidas y precios se cumpliera. Que los productos que entraban por la Puerta del Mar estuvieran contabilizados de forma que pudieran ser sujetos a los arbitrios, que los pósitos de trigo estuvieran saneados y siempre llenos, sobre todo en estos momentos críticos para la población. Debido a esto, desde el inicio de la guerra, se han sucedido en la ciudad decretos y avisos para el control de la mayoría de productos, como el que hoy mismo recoge la prensa sobre el consumo de tocino o del aceite. Un tocino recio y de ricas vetas rojizas que sólo sería permitida su venta si procedía de las poblaciones de Córdoba, Ronda, Huelva, San Juan del Puerto, Zalamea Real, Benaocaz y Castaño. Para la venta del aceite, el mercado estaba provisto de balanzas, pesos, romanas y pesas, además de las cuadrillas de mandaderos para el traslado de todas las pipas de aceite que se utilizaban en las casas y freidores de la ciudad.

Pero sin lugar a dudas, las tabernas y destilerías en torno a la Puerta del Mar son siempre las más concurridas. Los aguardientes de Holanda, el de veintidós grados, el de aceite y el barril indiano, el tinto de Cataluña, los vinos de Jerez, Sanlúcar y de Málaga despachados en barriles de cuatro arrobas y media que no supera en precio los veinte reales.

Mientras recorría el sinfín de puestos y tablas, el jolgorio y las voces alzadas de los tenderos animaba mi sensación de bienestar en esta ciudad donde todo se me mostraba virgen.

Del mismo modo que ahora, al escribir las vivencias de este día, vuelvo a sentir esa sensación de plenitud ligera, sé que Cádiz es el lugar mejor para ver crecer a mi hijo en estos tiempos difíciles y violentos. Mañana quizás reciba alguna noticia de los correos que llegan al alba. Volveré de nuevo al mercado y procuraré hacerme con todo lo necesario para tener la casa a punto para la llegada de María. Ojala estuviera ya aquí..

Diego de Ustáriz

(Continuara)

03153017

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