San Fernando

Mar cruel

  • Un merecido homenaje. La ciudad de Ceuta, donde el 'Guadalete' tenía su puerto base y desde donde inició su última travesía, rindió el pasado martes un reconocimiento sincero a la dotación del dragaminas

Se trataba de una deuda histórica. Era ahora o nunca. El pasado 25 de marzo se cumplían 60 años del hundimiento del dragaminas Guadalete en aguas del Estrecho de Gibraltar, luctuoso suceso que se saldó con la vida de 34 de sus 78 tripulantes, y la Armada, que había ido dejando pasar las fechas sin dedicar a los supervivientes el correspondiente homenaje en el que poder recordar a sus compañeros muertos, decidió hacerlo, por fin, a lo grande.

El Guadalete fue un barco construido en los años 40. Sin apenas capacidad debido a las precarias condiciones de nuestra industria naval después de la Guerra Civil, el buque fue botado con importantes defectos de construcción que se sintetizaban en que, con olas de cierta altura, embarcaba agua que no podía ser devuelta al mar debido su escasa capacidad de achique. La mala calidad del carbón nacional de la época suponía otro inconveniente grave, que hacía de cada navegación un suplicio.

En estas condiciones, en la noche del 24 de marzo el buque zarpó de Ceuta rumbo a Melilla en medio de un fuerte temporal de levante. Al amanecer del día 25 y tras ser zarandeado por las olas durante toda la noche, la mala calidad del carbón comenzó a pasar factura, ya que las máquinas se veía incapaces de mantener las revoluciones necesarias para oponerse a la tremenda fuerza de la naturaleza. Cuando el comandante decidió dar la vuelta y regresar a Ceuta, se encontró con que sus hélices no tenían la fuerza necesaria, por lo que hubo de procederse a quemar cuanta madera se encontró a bordo hasta que, al fin, se pudo invertir el rumbo, momento a partir del cual la mar se convirtió en un animal furioso que lanzaba sus zarpas sobre la popa del barco inundándolo con cada embate hasta que, finalmente, consiguió hacerse con su presa. Tras veinte horas de lucha contra los elementos, el buque se recostó indolentemente sobre un costado, hizo una última pirueta y se hundió. Sobre el blanco manto de espuma que era el océano quedaron 78 almas apesadumbradas que susurraban desesperadamente sus oraciones. Así los encontró un mercante italiano cuando ya la noche se les había echado encima. Muchos perdieron la vida en el momento del rescate, pues, prácticamente sin energías, caían de las escalas tendidas desde el buque italiano cuando la salvación estaba a pocos metros. Treinta cuatro de ellos nunca regresaron a sus hogares. 

 

Sesenta años después, la autoridad portuaria de Ceuta y la Armada se conjuraron para rendir el merecido homenaje al barco y a sus hombres. Se localizaron doce supervivientes; sin embargo, debido al inexorable paso del tiempo, la salud de algunos estaba tan delicada que no pudieron desplazarse a Ceuta. Sí lo hicieron siete de ellos que, poco a poco, fueron llegando a la ciudad autónoma acompañados de sus familiares, a los que señalaban con gestos vacilantes y emocionados los cambios habidos en la localidad durante su larga ausencia. 

 

Los actos comenzaron en la tarde del 24 con una conferencia en el Casino Militar a cargo del que suscribe, titulada Las últimas horas del 'Guadalete'. La conferencia tuvo una fuerte carga emocional pues, a su conclusión, tomaron la palabra los protagonistas de la efeméride, los cuales rescataron de sus respectivas memorias los momentos más difíciles de aquella fatídica e inconclusa singladura. La intervención de cada uno de los supervivientes siguió un guión parecido: sollozos emocionados, lágrimas las más de las veces y el aplauso cálido y generalizado de los asistentes en cada caso.

 

En la mañana del 25 se giró una visita al cementerio de la ciudad, donde descansan los restos de cuatro marineros del buque, uno de ellos sin identificar. La visión de los nombres que figuraban en las placas de los nichos volvió a evocar momentos de mucho dramatismo: "A fulanito se lo llevó una ola cuando se movía por cubierta para ir a echar una mano en las calderas" o "un muchacho del norte me confesó fatídicamente a media mañana que tenía la premonición de que no saldría vivo…". Con los rostros compungidos por la emoción y el corazón en un puño, nos dirigimos al muelle España, lugar donde el dragaminas tenía su atraque habitual y en el que estaba previsto culminar los actos con el levantamiento de un monumento al barco y a sus heroicos marinos, que lucharon desde sus cubiertas por imponerse a un tremendo temporal que, desafortunadamente, terminó por ganarles la partida.

 

El acto estuvo presidido por el presidente de la Autonomía, el capitán de navío Pedro Miranda -representante y más antiguo de los supervivientes-, el presidente de la Autoridad Portuaria y el almirante de la Flota. Los dos últimos dedicaron sentidas palabras a los náufragos, a los que, para entonces, ya había vencido la emoción y susurraban sus recuerdos más íntimos a cualquiera que quisiera compartir con ellos un dolor guardado en el pecho durante sesenta años. El muelle en el que solía atracar el Guadalete aparecía ocupado por la corbeta Vencedora, que daba lustre al acto con su engalanada presencia. A lo largo del pantalán, compañías de la Legión, Regulares y de la Armada, además de la banda de música de la plaza, daban luz, color y sonido a un acto que alcanzó su momento más emocionante cuando las voces de los invitados, náufragos y público en general se aunaron en las notas de La muerte no es el final, cuyas letras desataron algunas lágrimas y pusieron un nudo en la mayoría de las gargantas. El acto se cerró con una comida de hermandad en el Casinillo de la Legión, en el que las voces volvieron a aunarse en un emocionado grito para brindar por España y por el Rey.

 

De vuelta a casa en el ferry, donde, por cierto, la tripulación tuvo un comportamiento muy cariñoso hacia los náufragos, Francisca, esposa de uno de los supervivientes que contemplaba el mar con mirada acuosa, me reconocía que durante sesenta años su marido había permanecido mudo con respecto a una tragedia que sucedió en su primer día de navegación. "Esta vez ha sido diferente -confesaba- ha soltado al fin lo que ha llevado durante sesenta años retenido dentro del pecho".

 

Condenados a vivir el resto de sus días con el agridulce recuerdo de los compañeros perdidos, el paso del tiempo y un sencillo homenaje han conseguido, al fin, dibujar una sonrisa en sus compungidos rostros. Héroes anónimos a los que un día la vida puso en la encrucijada de decidir si morir resultaría menos doloroso que sobrevivir con el recuerdo permanente de las terribles horas de lucha contra el mar. Que descansen en paz los que no pudieron superar tan difícil prueba. Larga y confortable vida al resto.

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