Galería del crimen

La ley de la trena

  • A finales de los 80 y principios de los 90 se sucedían los motines en las cárceles españolas l En agosto de 1991 una rebelión de presos en El Puerto encubrió un sangriento ajuste de cuentas

NO sabríamos decir si el francés era un tipo duro. Dejémoslo en frío. No molestaba a nadie a cambio de que nadie le molestara a él. No tenía tatuajes ni galones dentro de la prisión. Se sabía que había matado a un tipo a sangre fría, que no quería camarillas y que no le gustaba ni el dominó, ni las damas, ni el tute. Allá el francés. Extrañó a Julio Romero, atracador de los ochenta conocido como Amador, que se le acercara el francés en el patio. "Aquí, ¿quién es el perro?", preguntó. Amador observó el patio. Encontró varios candidatos, pero el argelino era un auténtico chufla. "El moro, quizá", le comentó. Ajá, pareció decir el francés. Cada uno siguió a lo suyo.

El francés siguió los pasos del moro durante unos días. No era nada personal. Simplemente había llegado una orden de extradición por un delito pendiente en Francia. Otro tipo al que había matado, una vieja historia. Nada personal. El francés estaba bien en Puerto 1, controlaba esa prisión. Una araña con cuatro patas, su módulo central y sus cuatro tentáculos. Comida aceptable, pese a las quejas que escuchaba todos los días en el comedor, buen tiempo y poco que hacer. Tenía claro que no volvería a una prisión francesa. Estaba a gusto. La tarde anterior un funcionario se había llevado al moro a un aparte con la porra acariciándole el vientre. Movía los dedos como diciéndole dame eso. El moro cedió. Le entregó una navaja. No es bueno estar desarmado en la cárcel cuando tus colegas te han puesto un cartel en el que se lee que si alguien pregunta quién es el perro, tú eres el perro. Ya te digo, nada personal, Mohamed, pero acabas de entrar en el pasillo del fin.

Al día siguiente, en el patio, el francés siguió el tonto partido de fútbol ese en el que la pelota rebota en las paredes y remoloneó un rato con otros reclusos. El francés estaba extrañamente comunicativo, hasta divertido. Quince minutos antes de que sonara la hora, se acercó a una mesa en la que pintaban bastos. Vio las cartas del moro. Mala jugada, amigo. Sacó de debajo de la camiseta un pincho largo y se lo clavó al moro. Una, dos y tres veces. El moro se desplomó. Insisto, nada personal. Los funcionarios corrieron hacia él. El francés entregó con una sonrisa el pincho. Abortada la extradición. Juan Carlos, funcionario de prisiones y testigo de los hechos, cavila para describirle: "Daba miedo, sí, era un tío frío. Pero Amador, no. Amador era un tipo, dentro de lo que cabe, normal. Los había peores".

Amador vio caer al moro, la sangre en el cemento. Quizá no le convenía todo eso para lo que tenía pensado. Pero cuando una cosa se piensa, lo suyo es llevarla a cabo. El verano de 1991 marcaba temperaturas históricas. Los reclusos del módulo 2 salían al patio con camisetas de tirantas y un ácido olor a sudor cubría el ecosistema. El que ya no salía era el Anguita. Eh, viejo amigo, tú sales solo, cuando todos nos metemos en el chabolo. Pasó toda la primavera viendo el cambio de su compadre, el Anguita. Atracador de bancos como él, pero más bragado, se habían conocido en la cárcel de Daroca. Allí habían montado una buena entre los dos. El Anguita y el Amador eran inseparables y juntos se hicieron durante dos días con el control del penal. Ambos formaban parte de la asociación APRES, asociación de presos que no tienen nada que perder, podría traducirse. Eran los herederos del durísimo Copel, que reventó las cárceles durante la Transición. Defendían una mejor vida carcelaria. Somos presos, no animales, decía el Anguita en Daroca. Mucha labia tenía el Anguita en Daroca. Un líder natural. El motín no salió del todo mal y, de paso, aprovecharon para acuchillar a cuatro chivatos. Los chivatos se venden barato. Como castigo fueron trasladados a Puerto 1. Allí estaba lo más granado de la población penitenciaria, hasta el punto que el Amador y el Anguita, inseparables amigos, ni siquiera estaban en el módulo 1, reservado para los que tenían todavía menos que perder que los del Apres.

Juan Carlos, un funcionario que cumple ya cerca de treinta años de oficio, no recuerda muy bien qué es lo que paso. "¿Celos? ¿Una pelea? ¿Batalla por el control de los presos? De verdad que no lo sé. Sí sé que, poco después de que el francés matara al moro, el Amador se acercó al Anguita en el patio y le dijo 'te voy a cortar la cabeza'. Todos entendimos que la amenaza iba muy en serio".

Anguita había perdido no se sabía muy bien qué batalla. Los funcionarios estaban alerta. Había sido sentenciado e identificaron a Amador y a sus sicarios. "Nos llamó la atención porque llegaron a la cárcel siendo amigos íntimos". Por entonces, los directores de las cárceles eran un cargo político y el cargo político no quiso saber nada de las advertencias. La única medida que se tomó fue que la banda de Amador saliera al patio cuando Anguita estuviera en el chabolo. "¿Cuánto iba a durar eso?". No duró nada.

Desapareció un cuchillo de cocina. Pasaron días buscándolo. "Uno de los hombres de Amador robó un cuchillo de cocina, lo metió en una letrina con agua negra y lo dejó en una cámara frigorífica. Yo mismo busqué en esa cámara frigorífica y no vi nada. El camuflaje era perfecto. El cuchillo era una estalactita negra".

El domingo 9 de agosto, día de visitas, Amador y sus compinches actuaron a las tres de la tarde, en pleno trajín. Lo primero, lo básico. Golpes en la celda. "Guardia, me muero. Enfermería!!!". El funcionario de guardia traslada al enfermo imaginario y en el momento en el que entra en el 'cangrejo', el habitáculo entre el exterior y las celdas, chas, eres nuestro. "No va nada contigo, no te pasará nada. Esta no es tu historia". Escenificaron un motín. "Se quedaron con las llaves del cangrejo, pero el compañero consiguió escapar sin entregar las llaves". Los cinco presos estaban atrincherados dentro. Era lo que querían. Colocaron camas, muebles y todo lo que encontraron a mano para taponar la entrada en el módulo. Mientras las autoridades negociaban y un par de ellos daban sus reivindicaciones, los otros no paraban de dar golpes. Querían más horas de patio, querían una comida más digna, querían ropa y precios más baratos en el economato. Amador estaba a los suyo, reventando la celda de Anguita. "Ha llegado tu hooora". ¿Qué diría Anguita en ese momento? Algo diría. Sabía que iba a morir mientras su viejo 'amigo' destrozaba la cerradura de la celda. Gritaría, seguramente. Le diría a Amador, seguramente, que se acordara de aquel motín de Daroca. Suplicaría, o no, cuando cedió la cerradura y tres presos entraron con largos pinchos para coserle el cuerpo. "Yo lo vi, tenía puñaladas por todas partes".

El motín necesitaba su liturgia. Amador apareció entre las rejas que daban al patio con el cuchillo de cocina desaparecido en una mano y comunicó a las dotaciones policiales que negociarían, que no querían hacer daño a nadie, "pero quiero que sepáis que vamos en serio". A continuación, elevó la otra mano para mostrar el cubo de la fregona. De él sacó la cabeza cortada de su amigo Anguita. Anguita balanceó su mirada muerta de Juan Bautista ante los atónitos ojos de los antidisturbios. La cabeza fue pateada por los amotinados, pases interiores y a la banda, se la pasaron los unos a los otros con las manos y acabó encestada en una taza del váter. Juan Carlos resume: "Fue un ajuste de cuentas, A todos nos heló la sangre. Habían sacado el cuchillo del congelador y le habían cortado de tres tajos la cabeza al Anguita". Los reclusos aceptaron una negociación, que no fue tal, ya que el objetivo estaba cumplido. El APRES desapareció y Amador fue destinado a la cárcel de Badajoz. El francés volvió a Puerto 1. Nadie jugaba a las cartas si él estaba a sus espaldas.

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