El Tiempo Un inesperado cambio: del calor a temperaturas bajas y lluvias en pocos días

Provincia de Cádiz

Mi vida y yo El gastoreño que soñaba con un acordeón

  • Diego Vázquez Lobato (El Gastor, 1931) Me crié en el campo. Trabajábamos mucho, todos los días. Mi boda fue la primera que se celebró en el pueblo de día. A los 6 meses, a Jerez de viaje de novios; dos días. No prosperábamos, así que me preparé e ingresé en la Guardia Civil En 1971 pasé a la reserva y abrí una agencia de seguros en Ubrique. Siempre soñé con tener un acordeón. Lo compré y a los 73 años estudié solfeo y aprendí a tocarlo.

Algunas mañanas, cuando toca el acordeón en su casa de Ubrique, Diego Vázquez Lobato rememora aquel escaparate y revive la escena con una precisión que a él mismo le asombra. Tenía unos 13 años. Había acompañado a su padre y a otros gastoreños a la feria de Ronda a vender unos cochinos. Tras embolsarse unos cuantos duros en un día productivo, se fueron todos a celebrarlo a un tabanco, a beber unas copas. Diego tomó una tapa de asadura y una gaseosa de bolindre, una bebida que servían en botellas en las que había que empujar una bola. Luego, mientras los mayores charlaban, salió a la calle, se puso a observar por allí. Hasta que se detuvo en un escaparate y se quedó clavado: con una etiqueta que marcaba el precio, veinte pesetas, un pequeño acordeón le decía llévame, soy tuyo. Ya por entonces a Diego se le iban los ojos ante un acordeonista. Por eso permanecía quieto ante el cristal, como abducido. Cuando su padre salió del tabanco, lo llamó: papá, venga usted. El hombre se acercó: ¿qué quieres? Mire lo que hay aquí, qué acordeón más bonito, dijo el niño, prudente, con un punto de esperanza. Eran cuatro duros...

Al contarlo, Diego reproduce el gesto adusto con el que su padre zanjó la cuestión. Un movimiento de cabeza y sólo dos palabras: "Vámonos, vámonos...".

La familia vivía en Los Holgazales, en un rancho del término de El Gastor. El niño Diego cuidaba los animales, arrimaba el hombro en casa; era un trabajador. Pero en los años cuarenta del siglo pasado, en el campo, los niños no recibían mimos, no había regalos ni compensaciones. Ni siquiera para él, que apenas un año antes se había visto morir, que se había enfrentado a una experiencia extrema y se había salvado de milagro.

Diego, que gasta muy buena memoria, también conserva un recuerdo vívido de aquellas jornadas. Tenía doce años. Guardaba las ovejas cuando, de pronto, le entró frío y se puso enfermo. Como pasaron cuatro o cinco días y no mejoraba, lo llevaron al médico, a Zahara de la Sierra. Tenía un acceso de pus, como un grano junto a la vejiga. La recomendación fue que había que esperar a que aquello estuviese maduro. El niño permaneció en casa, tumbado boca arriba, casi sin comer, llorando. A veces gritaba de dolor. Cada cinco días visitaban al médico. Un día de mucho frío, con nieve incluso, acudieron de nuevo. Diego tenía los pies helados. Ya no podía orinar. El médico clavó una aguja, salió un chorro de líquido y se asustó. Me he pasado, me he pasado esperando, acertó a decir el hombre. Tienen que salir ahora mismo para Sevilla. Hombre, don Manuel, llevamos cuarenta días viniendo cada cinco y ahora me dice esto, se lamentó el padre de Diego.

Con aquel frío, con nieve, montados en un mulo, regresaron a casa. Los vecinos se enteraron y la vivienda se llenó de gente preocupada. Diego se encogió en un rincón; creía que se moría: veía cosas negras por la pared. Al día siguiente, muy temprano, lo subieron a una burra y recorrieron diez kilómetros hasta Algodonales, a coger el autobús que salía a las cinco o las seis de la mañana. "Mi padre me sujetaba por un lado y mi hermano por otro; yo no me mantenía subido en la burra".

En Sevilla, un médico que se llamaba don Ignacio decretó enseguida que había que llevar al niño al hospital. Y luego, en la clínica de la Cruz Roja, otro médico operó a Diego inmediatamente. Al terminar, mientras se estaba lavando las manos, le pidió al padre 700 pesetas. Diego mejoró pronto. Sólo estuvo seis días en el hospital. Su padre pagó 30 pesetas por día. "Tuvo que vender unas ovejas". Más adelante, ya en otra época, pasó un par de veces más por el quirófano pero con Seguridad Social, con medios que eran impensables en aquella primera vez.

Diego nació en 1931 en una zona de El Gastor que se llama Los Agarines, donde estuvo hasta los seis años, más o menos. De entonces recuerda que en la Guerra Civil, cuando iban a entrar las tropas sublevadas en El Gastor, los niños y las mujeres se refugiaron en Zahara. Desde allí oyó Diego un cañonazo mítico que conquistó el pueblo. Al día siguiente, fueron a buscarlos y volvieron a casa. Su padre iba al frente de la expedición, montado en un mulo, con bandera blanca: había enganchado en un palo la funda de una almohada.

La familia se mudó de Los Agarines a Los Holgazales, donde el abuelo paterno de Diego les arrendó unas tierras. Su padre levantó una choza y vivieron en ella hasta que más adelante, años después, fue construyendo una vivienda que creció hasta convertirse, tras el reparto de la herencia, en una casa de campo bien preparada. A la sombra de un algarrobo, en la era, a Diego le tocó sacar las papeletas en el sorteo que repartía las tierras de su abuelo entre sus tíos y su padre. Extrajo para su padre el número cuatro, que no se correspondía con la parcela en la que se alzaba la choza, pero un intercambio oportuno permitió a la familia continuar en el mismo sitio. Allí se fueron haciendo mayores Diego, su hermana y sus cuatro hermanos. Siempre trabajando, todos los días, en un rancho que amplió su padre al comprar dos partes más a sus hermanos y también otras tierras. "Vivíamos bien. Término medio. O lo que se entendía entonces por bien".

Ni en los años cuarenta le faltó de comer a la familia. Sembraban garbanzos, habas, trigo. Tenían un buen olivar. Y gallinas, ovejas, cochinos. Luego, hasta dos yeguas, y mulos... Cuando el ganado permanecía en el campo, se turnaban los jóvenes cada noche para dormir al raso y guardar las bestias. "Pegaba uno cuatro cabezadas si podía". Todo se iba en trabajar y trabajar. "El trabajo era sagrado. Y luego, ese respeto al padre. Había que obedecer, hacer lo que él decía. No se podía decir yo no puedo; ni responder nada. De diversión, muy poca. Y a costa de no dormir".

Una vez, Diego regresó al amanecer de la feria de Zahara y oyó a su padre enfadado, que ya se había levantado. Tuvo que entrar a escondidas en la casa para recoger la ropa de trabajo. La de un hermano y la suya. Esperó en un camino a su hermano, que tampoco había vuelto aún, y ambos se fueron directamente a escardar trigo. Todo para que su padre pensara que habían madrugado más que él. No tenían derecho ni a un par de horas de descanso. Aquella mañana, Diego se quedó dormido de pie.

Como la escuela quedaba lejos, el padre de Diego contrataba a maestros del campo para que enseñaran a sus hijos. Diego apreciaba especialmente a uno de Grazalema, a Blas Gutiérrez. La estimación era mutua porque él destacaba entre los alumnos, le gustaba estudiar, ponía empeño. Y no era lo habitual. Un día, el maestro le habló a su padre sobre otro hermano, el mayor. El dinero se lo puede ahorrar, le dijo. Vale más que lo deje, porque él se irrita, me irrita a mí y no hay nada que hacer.

A los 21 años, Diego se fue a la mili. Llegó a la Caja de Reclutas de Cádiz el 7 de abril de 1953. Lo certifica la fecha anotada en el billete de una peseta que le entregaron allí y que aún conserva. Lo plastificó hace poco porque se estaba estropeando. El campamento lo hizo en Cerro Muriano, en Córdoba. Y después, a Sevilla, al Soria número 9, de asistente de un capitán. Un albañil que trabajaba con su padre le facilitó la recomendación. Tuvo más permisos que nadie.

Tras la mili, Diego siguió trabajando con su padre en el campo. A los 26 años se casó con Águeda, su novia desde que ambos eran jóvenes: ocho años de noviazgo. La boda fue quizá la primera que se celebró en El Gastor de día: a las doce de la mañana. La gente se casaba entonces de noche, o de madrugada. Pero el cura dijo entonces que ya estaba bien de bodas nocturnas. "Aquello fue un escándalo. Tocaron las campanas. Acudió todo el pueblo a vernos. Mi padre compró un chivo y lo comimos en el campo". A los seis meses de casados, fueron a Jerez de viaje de novios. Dos días. No podían dejar solos al padre de Águeda, viudo, ni a un sobrino de ella muy pequeño del que la mujer se había hecho cargo cuando una hermana murió en el parto.

El panorama no pintó muy bien después. Mucho trabajo, deudas y poco beneficio. Diego vio que no prosperaban. Entonces surgió una idea y se preparó para ingresar en la Guardia Civil. Estudió día y noche, se esforzó, y en 1962, con 32 años, salió de la academia camino de su primer destino: Barbate. De allí, a Benaocaz. Luego a Olvera y, finalmente, a Ubrique, un pueblo del que habla con pasión. Se quedó en él incluso después de pasar a la reserva, en 1987. Ese año abrió una oficina, se hizo agente de seguros y corresponsal de una gestoría y ahí ha estado, trabajando hasta hace un año y medio.

La esposa de Diego falleció hace tres años. Tuvieron tres hijos, y el sobrino que criaron. Durante una larga temporada disfrutaron como nunca antes. "Viajamos mucho, recorrimos casi toda la Península. Siempre juntos. A mí me gusta mucho conducir. En uno de los viajes fuimos a Barcelona y de allí, por los Pirineos, a Bilbao. En los últimos veinte años hemos vivido mejor que cualquier capitalista: los niños bien colocados, ganándolo bien, sin hipoteca...".

En ese tiempo de recompensa a una niñez y una juventud de trabajo constante, a los 73 años, Diego decidió saldar una deuda consigo mismo. Con el niño ante el escaparate de Ronda. Años atrás, un vecino que emigró a Alemania le pidió prestadas cinco mil pesetas y se las devolvió en especie: con un acordeón. Siempre había tenido la ilusión de tener uno. Pero el instrumento acabó arrumbado: se le hizo cuesta arriba aprender, se aburrió y lo guardó. Años después, Diego se asesoró con el director de la banda de música de Ubrique. "Me dejó un folleto y me dijo: mira, como no estudies un poco de solfeo no vas a sacar nada. Luego me apunté a una escuela y después me puse solo y me empeñé en aprender. Al final, me solté y suena, suena bien el acordeón".

Diego hace sonar su acordeón todas las mañanas. Se ha comprado uno bueno y en alguna ocasión lo toca en la peña taurina. Y en el campo. De vez en cuando, Diego se acerca a Los Agarines, donde nació, a visitar a unos familiares que viven allí. Hace poco, tocó el acordeón allí, en un cumpleaños. Luego se acercó a la era y le asaltó un recuerdo especial. Se lo dijo a su primo: "Mira, ahí mismo le tiré el primer tejo a mi mujer. Íbamos montados en el trillo, ella iba a bajarse y le cogí una mano: que te vas a caer. La retiró rápido: yo no me caigo. Entonces, le dije: pues ten cuidado, que te voy a coger la mano más de una vez. Fue en agosto y ella cumplía 15 años ese mismo mes. Yo tenía un poco más: estaba para cumplir los 16".

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios