IRÉ a contracorriente, lo sé, pero soy de la opinión de que Mónica González no tendría que haber dimitido como concejal de Puerto Real. Es más, sigo defendiendo que Chaves y Griñán deberían haber mantenido sus escaños en las Cortes, y que Maribel Peinado no tiene por qué plantearse dejar de ser la vicepresidenta de la Diputación, y que María José García-Pelayo tiene todo el derecho a liderar la lista del PP al Senado, y que...

Clamaré yo solo en el desierto, seguro, pero me niego a participar en el linchamiento generalizado a los políticos. Eso de echar a los leones a todo imputado no va conmigo. Para mí la presunción de inocencia es sagrada, se trate de un mecánico, un carpintero, un periodista o un político. Cuando haya una sentencia condenatoria, a la cárcel o que le caiga una inhabilitación de campeonato. Pero en democracia eso sólo lo puede determinar un tribunal de justicia. Y es que para que un político sea imputado sólo hacen falta dos cosas: una denuncia bien sustentada, aunque sea falsa, y un juez que no quiera pillarse los dedos. Pero no olvidemos que de desimputados también está el mundo lleno.

No sé si Mónica González robó, si fue una víctima más de la estafa o si simplemente era una gestora tan mala que no se dio cuenta de lo que pasaba a su lado. Lo que sé es que hoy no es culpable. Otra cosa es que haya sido desleal con su partido al ocultar su historia.

El problema, claro, surge cuando uno se pone el listón por las nubes para demostrar que es el más honrado del mundo mundial. Es el problema de los partidos de nuevo cuño. El de Albert Rivera aún no lo ha sufrido en sus carnes, porque no gobierna en ningún sitio. Ya le tocará. Pero Podemos se acaba de dar de bruces con la realidad. Y si no que le pregunten al alcalde de Puerto Real, que pone la mano en el fuego por la inocencia de su concejal y amiga pero que no ha podido combatir tantas presiones internas y externas. Y ha terminado rindiéndose, firmando el cese a desgana y preguntándose cómo se baja un poco ese listón.